Sonaba jazz cuando el maestro Alvite y yo departíamos de amor. Otro amigo, él con más suerte que nosotros, sonaba de fondo acompañándonos con esta canción:
lunes, 14 de febrero de 2011
Identificación o muerte
Anoche compartí barra con el maestro Alvite. Pasaban de las doce, por tanto día catorce. Sobre San Valentín y amor, reflexionó.
- No puedo quejarme de mi suerte en el amor. Mis desgracias sentimentales en realidad las busqué por mi propia mano, así que no puedo culpar a nadie. Ahora me doy cuenta de los graves errores cometidos y a veces pienso que si me sonrió tanto la suerte habrá sido seguramente porque aquellas benditas mujeres tuvieron la desgracia de confundirme con otro.
Sonreí y asentí, tratando de ocultar la poca vergüenza torera que me queda. Fueron aquellas palabras para mí como la dicotomía en que uno se encuentra, en ocasiones, ante hombre armado uniformado.
Identificación o muerte, absurda disquisición la del civil borracho y escritor frustrado. Casi tan absurda como pensar que el jazz cura las heridas producidas por el amor, la guerra y el dentista.
Los acordes del pianista no son más que la morfina que momentáneamente alivia al moribundo. Es verdad que no es la sal del saxofonista furibundo de un ahogado blues, pero no es ni mucho menos cura.
Si acaso diremos que alivia al penitente, como el intercambio de unos rezos por la expiación del pecado. Pero remedio para el recuerdo y desamor, estoy seguro que no es.
No obstante, de enamorados frustrados están los clubs de jazz llenos, como de ricos los cementerios. Porque así es el ser humano. Quiere ver y creer incluso cuando la ceguera inunda su mirada de incredulidad.
El ser humano, y más en un día como hoy, desea escuchar de la boca de otro u otra un siempre o un jamás. Se siente seguro pensando en el futuro, incluso a riesgo de que la ilusión creada se lleve por delante lo que en realidad vive.
Los avatares del destino a mí me han llevado a no creer en el sino. A creer que la vida es un compendio de pequeñas cosas, y que cada cual escribe su camino. Que el hombre es un lobo para el hombre hace tiempo que se sabe. ¿Para qué confiar?
Dice el refranero popular que cada cual es dueño de sus silencios y esclavos de sus palabras. Quizá de ahí que calle más de lo que hablo. Prefiero sólo ser esclavo de mi día a día. Otros lo son de un “siempre” que nunca llegará. De un “nunca” que no existe.
Preferí identificación a muerte cuando el maestro habló de amor. Qué otra cosa podía hacer si vienen también de sus torpezas mis aventuras. Qué podía hacer si son mis manos quienes provocan mis desventuras…
- No puedo quejarme de mi suerte en el amor. Mis desgracias sentimentales en realidad las busqué por mi propia mano, así que no puedo culpar a nadie. Ahora me doy cuenta de los graves errores cometidos y a veces pienso que si me sonrió tanto la suerte habrá sido seguramente porque aquellas benditas mujeres tuvieron la desgracia de confundirme con otro.
Sonreí y asentí, tratando de ocultar la poca vergüenza torera que me queda. Fueron aquellas palabras para mí como la dicotomía en que uno se encuentra, en ocasiones, ante hombre armado uniformado.
Identificación o muerte, absurda disquisición la del civil borracho y escritor frustrado. Casi tan absurda como pensar que el jazz cura las heridas producidas por el amor, la guerra y el dentista.
Los acordes del pianista no son más que la morfina que momentáneamente alivia al moribundo. Es verdad que no es la sal del saxofonista furibundo de un ahogado blues, pero no es ni mucho menos cura.
Si acaso diremos que alivia al penitente, como el intercambio de unos rezos por la expiación del pecado. Pero remedio para el recuerdo y desamor, estoy seguro que no es.
No obstante, de enamorados frustrados están los clubs de jazz llenos, como de ricos los cementerios. Porque así es el ser humano. Quiere ver y creer incluso cuando la ceguera inunda su mirada de incredulidad.
El ser humano, y más en un día como hoy, desea escuchar de la boca de otro u otra un siempre o un jamás. Se siente seguro pensando en el futuro, incluso a riesgo de que la ilusión creada se lleve por delante lo que en realidad vive.
Los avatares del destino a mí me han llevado a no creer en el sino. A creer que la vida es un compendio de pequeñas cosas, y que cada cual escribe su camino. Que el hombre es un lobo para el hombre hace tiempo que se sabe. ¿Para qué confiar?
Dice el refranero popular que cada cual es dueño de sus silencios y esclavos de sus palabras. Quizá de ahí que calle más de lo que hablo. Prefiero sólo ser esclavo de mi día a día. Otros lo son de un “siempre” que nunca llegará. De un “nunca” que no existe.
Preferí identificación a muerte cuando el maestro habló de amor. Qué otra cosa podía hacer si vienen también de sus torpezas mis aventuras. Qué podía hacer si son mis manos quienes provocan mis desventuras…
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Jesús Domínguez,
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lunes, 31 de enero de 2011
Sin ti no soy nada
Dedicado a los que se sienten nada cuando él ya no está ahí. A las que gritan a los cuatro vientos por un amor perdido que "Sin ti no soy nada".
Al final de la botella
No fue una gran noche. De no ser por la plenitud en que la Luna se encontraba, diría que no fue aquello más que una tarde sombría. Una de esas en que se esconden tras las nubes sueños y horizontes.
- Nada es para siempre.
- El nunca es un ente que no existe.
- Tampoco Dios.
- A Dios juro que siempre te querré…
Cruzó la puerta y giró sobre sí antes de desaparecer. Vi por su mirada pasar todo aquello que vivimos juntos. Me sentí cercano a la muerte recordando todas aquellas experiencias. Cielos, qué felices fuimos juntos…
¿Qué pudo ir mal? No lo acierto a adivinar. Quizá pequé de soñador. O a lo mejor fue el horror que me producen los viajes en avión. Hoy en día no es bien visto ser marinero en tierra y aviador sin mar.
Era para mí su sonrisa lo que para Jesús fue su sudario. Un alivio que me alivió las penas sin necesidad de tiritas y alcohol. Haberla perdido hace inútil cualquier tipo de parche e ineficaz mi borrachera.
Y sin embargo bebo. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Sé que en el final de la botella no me encontraré al olvido, pero es en el fondo de la botella en el único lugar donde no me encuentro perdido.
Tan solo en mis penas habito. Portal número uno, en el que ahogo un grito. De desazón. De desesperación por haber perdido a quien jamás más quise. A quien todo me dio, y a quien todo jamás supe dar.
- Déjame seguir caminando junto a ti.
- El sendero es sinuoso y se ha estrechado.
- Caminaré detrás de ti.
- Detrás de mí no hay nada. Frente a mí, un mundo sin ti.
No puedo sin ella más que beber y llorar, beber y llorar. Buscando al final de la botella hallar mi propio camino. Llorando por lo que sin ella soy. Por todo haberlo perdido.
- Nada es para siempre.
- El nunca es un ente que no existe.
- Tampoco Dios.
- A Dios juro que siempre te querré…
Cruzó la puerta y giró sobre sí antes de desaparecer. Vi por su mirada pasar todo aquello que vivimos juntos. Me sentí cercano a la muerte recordando todas aquellas experiencias. Cielos, qué felices fuimos juntos…
¿Qué pudo ir mal? No lo acierto a adivinar. Quizá pequé de soñador. O a lo mejor fue el horror que me producen los viajes en avión. Hoy en día no es bien visto ser marinero en tierra y aviador sin mar.
Era para mí su sonrisa lo que para Jesús fue su sudario. Un alivio que me alivió las penas sin necesidad de tiritas y alcohol. Haberla perdido hace inútil cualquier tipo de parche e ineficaz mi borrachera.
Y sin embargo bebo. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Sé que en el final de la botella no me encontraré al olvido, pero es en el fondo de la botella en el único lugar donde no me encuentro perdido.
Tan solo en mis penas habito. Portal número uno, en el que ahogo un grito. De desazón. De desesperación por haber perdido a quien jamás más quise. A quien todo me dio, y a quien todo jamás supe dar.
- Déjame seguir caminando junto a ti.
- El sendero es sinuoso y se ha estrechado.
- Caminaré detrás de ti.
- Detrás de mí no hay nada. Frente a mí, un mundo sin ti.
No puedo sin ella más que beber y llorar, beber y llorar. Buscando al final de la botella hallar mi propio camino. Llorando por lo que sin ella soy. Por todo haberlo perdido.
domingo, 9 de enero de 2011
Y sin embargo, sonrientes
Gritos ahogados en pena. Inundados de tristeza. Afónicos de dolor. Lágrimas que nadie recuerda. En las que nadie repara. Niños. Niñas maltratadas. Y sin embargo, sonrientes.
Esperanzas inánimes, muertas de inanición. Lamentos unánimes de gente inanimada, que permanece mano sobre mano, mientras otros se aferran a lo más nimio para no sufrir. Para poder seguir adelante.
Sobrevivir como forma de vida. Como forma de vivir, hacer sufrir. Proximidad o distancia, lo mismo da si se resiente el corazón. Dan lo mismo los kilómetros si la alegría no llega a tu buzón.
Muñecas de trapo que dan enormes alegrías. Y cuyo espíritu supera por mucho al de muchas personas. Espíritus sin corazón ni alma, que dañan al lejano. Y también al prójimo.
- Los céntimos que encuentro se los doy a mamá para que compre de comer.
Cartas escritas con el corazón. Huchas con un par de euros. Abrazos. Besos. Madurez precoz. Niños. Niñas maltratadas. Y, cuando llegan los reyes, sin embargo sonrientes.
Esperanzas inánimes, muertas de inanición. Lamentos unánimes de gente inanimada, que permanece mano sobre mano, mientras otros se aferran a lo más nimio para no sufrir. Para poder seguir adelante.
Sobrevivir como forma de vida. Como forma de vivir, hacer sufrir. Proximidad o distancia, lo mismo da si se resiente el corazón. Dan lo mismo los kilómetros si la alegría no llega a tu buzón.
Muñecas de trapo que dan enormes alegrías. Y cuyo espíritu supera por mucho al de muchas personas. Espíritus sin corazón ni alma, que dañan al lejano. Y también al prójimo.
- Los céntimos que encuentro se los doy a mamá para que compre de comer.
Cartas escritas con el corazón. Huchas con un par de euros. Abrazos. Besos. Madurez precoz. Niños. Niñas maltratadas. Y, cuando llegan los reyes, sin embargo sonrientes.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
It was a very good year
En las últimas semanas apenas he sacado tiempo para continuar con el nuevo proyecto en que me había prometido sumergirme. Corren malos tiempos para la lírica, pero agrada saber que cuando uno le dedica un poco a la prosa, ésta sigue fluyendo.
Navegando al son de un fado
La besé al son de un fado. Afirmó quererme. Entonces, le dije:
- Nena, no soy el tipo de hombre que tú piensas. El mayor compromiso que jamás he adquirido es la promesa de olvidar aquello que jamás he visto, que jamás he oído.
Sus brazos, compasivos, me acercaron a su pecho. Sus labios cometieron otra vez la misma tropelía:
- Cariño, no soy más que un espejismo. Uno de esos tipos que de la chimenea en navidad cuelgan los calcetines sucios. Uno de esos que el único abrazo sincero que conocen es el frío de un pingüino.
¿Sabes, chico?, por más que lo intento, no logro extrañar aquello. Me habría gustado jurar que registraría una a una las marcas de su espalda. No sé si fue por mi carácter o porque debía incluso un ramo al cementerio, pero jamás de mí nacieron esas ganas.
De los sentimientos huyo, y no me duele en prendas reconocer que el día menos pensado amaneceré incluso alejado de mí mismo. Y qué si todas me creen capullo. Será que las verdades duelen. Yo siempre lo advierto “ni siento, ni destruyo”.
Soy un verso suelto. Unos labios solitarios. Un perro viejo. Un gato abandonado. Un arrastrado. Alguien a quien jamás confiar el dinero del almuerzo ni a quien nombrar jurado. Uno más de este lugar…
Aquí me trajo la carta de recomendación de un finado. La encontré por casualidad transitando por las calles de cualquier otra ciudad. Era un sobre blanco, letras negras. Nada de lo que sospechar si es el puto mundo de ahí fuera lo que crees real.
Compadezco a quien recibió su acta de defunción antes de tiempo no por el simple hecho de haber sido condenado, sino porque estoy seguro que por la publicidad que hizo a este local no recibió un duro.
De nada le habría servido haberlo hecho, pensarás. No sabes cuan equivocado estás. El tener dinero puede convertirte en el más rico del cementerio, pero también darte la posibilidad de que sea la mujer de otro la que tenga que arrojar la cena por el sumidero.
Dicen que el que avisa no es traidor, y yo llevo mi mala vida por bandera. Son ellas las que escogen ser simples pasajeras. No se lo reprocho. Mejor ser un mero pasajero y llorar por lo que un día has disfrutado que convertirte en marinero y hacerlo por lo en balde que durante una vida has trabajado.
Puede que a aquella chica portuguesa en su día hiciese daño, pero lo hice con franqueza. Previniendo, antes que lamentando. ¿De verdad soy yo peor que aquellos que cenan plomo en el callejón en lugar de lo que su mujer prepara en casa?
- Nena, no soy el tipo de hombre que tú piensas. El mayor compromiso que jamás he adquirido es la promesa de olvidar aquello que jamás he visto, que jamás he oído.
Sus brazos, compasivos, me acercaron a su pecho. Sus labios cometieron otra vez la misma tropelía:
- Cariño, no soy más que un espejismo. Uno de esos tipos que de la chimenea en navidad cuelgan los calcetines sucios. Uno de esos que el único abrazo sincero que conocen es el frío de un pingüino.
¿Sabes, chico?, por más que lo intento, no logro extrañar aquello. Me habría gustado jurar que registraría una a una las marcas de su espalda. No sé si fue por mi carácter o porque debía incluso un ramo al cementerio, pero jamás de mí nacieron esas ganas.
De los sentimientos huyo, y no me duele en prendas reconocer que el día menos pensado amaneceré incluso alejado de mí mismo. Y qué si todas me creen capullo. Será que las verdades duelen. Yo siempre lo advierto “ni siento, ni destruyo”.
Soy un verso suelto. Unos labios solitarios. Un perro viejo. Un gato abandonado. Un arrastrado. Alguien a quien jamás confiar el dinero del almuerzo ni a quien nombrar jurado. Uno más de este lugar…
Aquí me trajo la carta de recomendación de un finado. La encontré por casualidad transitando por las calles de cualquier otra ciudad. Era un sobre blanco, letras negras. Nada de lo que sospechar si es el puto mundo de ahí fuera lo que crees real.
Compadezco a quien recibió su acta de defunción antes de tiempo no por el simple hecho de haber sido condenado, sino porque estoy seguro que por la publicidad que hizo a este local no recibió un duro.
De nada le habría servido haberlo hecho, pensarás. No sabes cuan equivocado estás. El tener dinero puede convertirte en el más rico del cementerio, pero también darte la posibilidad de que sea la mujer de otro la que tenga que arrojar la cena por el sumidero.
Dicen que el que avisa no es traidor, y yo llevo mi mala vida por bandera. Son ellas las que escogen ser simples pasajeras. No se lo reprocho. Mejor ser un mero pasajero y llorar por lo que un día has disfrutado que convertirte en marinero y hacerlo por lo en balde que durante una vida has trabajado.
Puede que a aquella chica portuguesa en su día hiciese daño, pero lo hice con franqueza. Previniendo, antes que lamentando. ¿De verdad soy yo peor que aquellos que cenan plomo en el callejón en lugar de lo que su mujer prepara en casa?
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Jesús Domínguez,
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miércoles, 17 de noviembre de 2010
Georgia on my mind
Todo aquel que entra en La Lola's Club debe tener en mente unas normas mínimas de comportamiento. No obstante, podrá tener también otras cosas, como a Georgia...
Los modales del espantapájaros
En el momento en que entré aquí, fuera arreciaban juntos la lluvia y mis recuerdos. Cocinaba a fuego lento una guerra de sentimientos cuando topé con esta oscura trinchera. Entré buscando una salida. Tan solo encontré alguien con quien calentar mis frías sábanas de forma casual.
Sé que no soy bien recibido. Noto como mil miradas atraviesan cuando entro la humareda que separa billar y barra. Noto como en mí se clava la envidia de aquellos entre cuyas cejas cada noche reposa un par de pelos provinientes de algún tipo de caverna que bastante dista de aquella en la que eventualmente yo me adentro.
Para reposo de las mentes del lugar, debo decir que es un instinto cavernícola, sin sentimiento alguno, el que me obliga a verme por Leyre emborrachado y por su sudor casi embriagado, ése que recorre su cuerpo desnudo buscando unir su punto de ebullición con el mío.
Es lo más cercano que estoy actualmente de hacer a nadie compañía. A los demás hace tiempo que los he dejado a un lado. Que coman ensalada, si es que en realidad quieren compañía. Yo para ella no estoy hecho.
Hubo un tiempo en que no fui así. Durante años me dejé embaucar por cualquier luz de navidad. Aquí entré esperando que el luto de las luces neón no fuese algo fingido, como el amor de una ramera.
Lo único que faltaba en mi vida era el mordisco de un perro. Lo que obtuve fue una voz aterciopelada con la que cada día sueño, con la que cada día pienso en tapizar mi sofá viejo.
Recuerdo que una vez compartí mesa con Nico Rizzuto. Me pareció un hombre íntegro, de los que se visten por los pies y se desvisten tan solo por prescripción médica o por recomendación del sastre.
Decía Johnny anoche que la muerte no era compañera del piso en que se alojó la bala que intentó acabar con él. La muerte, decía, le llegó por la desazón que le provocó el que para salvarle, el médico matase antes a su traje.
Johnny sabe más que nadie por aquí que en la mafia la muerte no es más que un negocio, y que la verdadera afrenta personal es que alguien siquiera intente dejar a un lado los buenos modales intentando siquiera acariciar a otro las solapas.
La buena educación es algo que ahí fuera brilla por su ausencia, pero esencial para sobrevivir en lugares como éste. De lo contrario, chico, uno corre el peligro entrar por la puerta principal vistiendo Armani y salir por la de atrás vistiendo madera.
A todo aquel que entre en un lugar como éste, el humo y los chicos del billar deberían sacar del posible engaño que supone el creer que los modales son un mero complemento.
Incluso aquel que en La Lola’s entra buscando la salida, como hice yo, debe saber que la educación es a este sitio lo que al espantapájaros el sombrero. Y que si quiere seguir con vida, incluso debe tratar de usted al servicio en el que orina…
Sé que no soy bien recibido. Noto como mil miradas atraviesan cuando entro la humareda que separa billar y barra. Noto como en mí se clava la envidia de aquellos entre cuyas cejas cada noche reposa un par de pelos provinientes de algún tipo de caverna que bastante dista de aquella en la que eventualmente yo me adentro.
Para reposo de las mentes del lugar, debo decir que es un instinto cavernícola, sin sentimiento alguno, el que me obliga a verme por Leyre emborrachado y por su sudor casi embriagado, ése que recorre su cuerpo desnudo buscando unir su punto de ebullición con el mío.
Es lo más cercano que estoy actualmente de hacer a nadie compañía. A los demás hace tiempo que los he dejado a un lado. Que coman ensalada, si es que en realidad quieren compañía. Yo para ella no estoy hecho.
Hubo un tiempo en que no fui así. Durante años me dejé embaucar por cualquier luz de navidad. Aquí entré esperando que el luto de las luces neón no fuese algo fingido, como el amor de una ramera.
Lo único que faltaba en mi vida era el mordisco de un perro. Lo que obtuve fue una voz aterciopelada con la que cada día sueño, con la que cada día pienso en tapizar mi sofá viejo.
Recuerdo que una vez compartí mesa con Nico Rizzuto. Me pareció un hombre íntegro, de los que se visten por los pies y se desvisten tan solo por prescripción médica o por recomendación del sastre.
Decía Johnny anoche que la muerte no era compañera del piso en que se alojó la bala que intentó acabar con él. La muerte, decía, le llegó por la desazón que le provocó el que para salvarle, el médico matase antes a su traje.
Johnny sabe más que nadie por aquí que en la mafia la muerte no es más que un negocio, y que la verdadera afrenta personal es que alguien siquiera intente dejar a un lado los buenos modales intentando siquiera acariciar a otro las solapas.
La buena educación es algo que ahí fuera brilla por su ausencia, pero esencial para sobrevivir en lugares como éste. De lo contrario, chico, uno corre el peligro entrar por la puerta principal vistiendo Armani y salir por la de atrás vistiendo madera.
A todo aquel que entre en un lugar como éste, el humo y los chicos del billar deberían sacar del posible engaño que supone el creer que los modales son un mero complemento.
Incluso aquel que en La Lola’s entra buscando la salida, como hice yo, debe saber que la educación es a este sitio lo que al espantapájaros el sombrero. Y que si quiere seguir con vida, incluso debe tratar de usted al servicio en el que orina…
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Jesús Domínguez,
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domingo, 7 de noviembre de 2010
Un puñado de recuerdos...
En ocasiones pienso que nací a la temprana edad de cuatro años. No porque no tenga recuerdos anteriores, sino porque siempre las cosas me han sobrevenido como si mis oídos y mis ojos tuviesen casi un lustro de experiencia más que el resto de mi cuerpo.
Lo cierto es que sé que no es así, porque todavía recuerdo mi tercer cumpleaños. La persiana bajada. La vela de mi tarta… Recuerdo que entonces desconocía el significado de la palabra soledad.
Ahora es en mi vida lo que más abunda, pero he de reconocer que de nada me arrepiento. Considero el arrepientimiento un planteamiento pueril y vano, insustancial y cobarde a todas luces.
También recuerdo aquellos veinte interminables minutos de una operación que me mostró lo efímero del ser humano. En un segundo aquel avión me castigo. Un puñado de segundos se convirtieron en algo casi eterno, postrado en una cama.
Recuerdo correr la calle en que vivía con los brazos abiertos, para abrazar a mi familia en aquella esquina que hoy apenas significa ya nada. Hacerlo a escondidas, como tantas otras cosas, de mi otra familia.
La puerta de un garaje. El portal de un edificio. La entrada a la discoteca a la que iba en carnaval a bailes. A mi madre hablarme de Santander. A gente hablando de mi padre… Era pequeño, pero son muchas las cosas que recuerdo.
A mi tío Alberto acostado en una cama a la que jamás ha vuelto. A alguien querido muy bebido, negado por los demás de la familia. A los amigos de mi abuelo, tomándose un chiquito.
Escuchar que tengo diez hermanos. Que no soy más que un bastardo. A mi madre hablando desde Puerto Rico. Descolgar un teléfono y que en lugar de encontrar ayuda, que todo se derrumbase.
Las lágrimas de una amiga de mi madre. Sus palabras, sus reproches. No acordarme del nombre de mi padre. Las risas de los niños cuando llegaba ese día en el que no tenía a quien regalarle.
Mi primer relato. Mi primer concurso. Que nadie valorase lo que hacía. Mucho tiempo sin ver a una de mis tías. Mi reacción al volver a verla, y ver cómo aquello se ha transformado en una realidad latente.
Mis problemas con los huesos. Mis múltiples radiografías. Darme cuenta tan pequeño que cuando alguien desaparecía es que había muerto. Que lo hiciese gente a la que tanto quería.
Mis juegos. Mis partidos. A Luis Enrique sangrando, y a mí llorando. Mi primer castigo sin fútbol. No ver a Nayim marcar. Viajar a Madrid casi en la clandestinidad. Volver a verlo. Y que volviera a desaparecer.
Recuerdo mis muchas fantasías, pero también mis reales pesadillas. Crecer creyéndome culpable de algunas de las cosas que me rodeaban. Que como culpable pretendiesen que me quisiera ver, siendo nada más que un niño.
Todo eso y más recuerdo, pero recuerdo sobre todo que aunque no sabía qué significaba esa palabra, frecuentemente estaba solo. Quizá rodeado de gente, pero sin que me hiciesen compañía.
Echo la mirada atrás y ahora entiendo muchas cosas. El dolor por unos hecho, por otros recibido. Echo la mirada atrás y me imagino bebiendo leche fría. Insípida, sin más azúcar que el apoyo de mi abuelo. Cielos, cómo ha pasado el tiempo…
Hoy ya no soy el niño que un día en el mercado caminó a su lado. Hoy el camino es mío. A veces por el mismo sendero. Nunca con el mismo cariño. Yo de nada me arrepiento. ¿Podrán otros decir lo mismo?
Lo cierto es que sé que no es así, porque todavía recuerdo mi tercer cumpleaños. La persiana bajada. La vela de mi tarta… Recuerdo que entonces desconocía el significado de la palabra soledad.
Ahora es en mi vida lo que más abunda, pero he de reconocer que de nada me arrepiento. Considero el arrepientimiento un planteamiento pueril y vano, insustancial y cobarde a todas luces.
También recuerdo aquellos veinte interminables minutos de una operación que me mostró lo efímero del ser humano. En un segundo aquel avión me castigo. Un puñado de segundos se convirtieron en algo casi eterno, postrado en una cama.
Recuerdo correr la calle en que vivía con los brazos abiertos, para abrazar a mi familia en aquella esquina que hoy apenas significa ya nada. Hacerlo a escondidas, como tantas otras cosas, de mi otra familia.
La puerta de un garaje. El portal de un edificio. La entrada a la discoteca a la que iba en carnaval a bailes. A mi madre hablarme de Santander. A gente hablando de mi padre… Era pequeño, pero son muchas las cosas que recuerdo.
A mi tío Alberto acostado en una cama a la que jamás ha vuelto. A alguien querido muy bebido, negado por los demás de la familia. A los amigos de mi abuelo, tomándose un chiquito.
Escuchar que tengo diez hermanos. Que no soy más que un bastardo. A mi madre hablando desde Puerto Rico. Descolgar un teléfono y que en lugar de encontrar ayuda, que todo se derrumbase.
Las lágrimas de una amiga de mi madre. Sus palabras, sus reproches. No acordarme del nombre de mi padre. Las risas de los niños cuando llegaba ese día en el que no tenía a quien regalarle.
Mi primer relato. Mi primer concurso. Que nadie valorase lo que hacía. Mucho tiempo sin ver a una de mis tías. Mi reacción al volver a verla, y ver cómo aquello se ha transformado en una realidad latente.
Mis problemas con los huesos. Mis múltiples radiografías. Darme cuenta tan pequeño que cuando alguien desaparecía es que había muerto. Que lo hiciese gente a la que tanto quería.
Mis juegos. Mis partidos. A Luis Enrique sangrando, y a mí llorando. Mi primer castigo sin fútbol. No ver a Nayim marcar. Viajar a Madrid casi en la clandestinidad. Volver a verlo. Y que volviera a desaparecer.
Recuerdo mis muchas fantasías, pero también mis reales pesadillas. Crecer creyéndome culpable de algunas de las cosas que me rodeaban. Que como culpable pretendiesen que me quisiera ver, siendo nada más que un niño.
Todo eso y más recuerdo, pero recuerdo sobre todo que aunque no sabía qué significaba esa palabra, frecuentemente estaba solo. Quizá rodeado de gente, pero sin que me hiciesen compañía.
Echo la mirada atrás y ahora entiendo muchas cosas. El dolor por unos hecho, por otros recibido. Echo la mirada atrás y me imagino bebiendo leche fría. Insípida, sin más azúcar que el apoyo de mi abuelo. Cielos, cómo ha pasado el tiempo…
Hoy ya no soy el niño que un día en el mercado caminó a su lado. Hoy el camino es mío. A veces por el mismo sendero. Nunca con el mismo cariño. Yo de nada me arrepiento. ¿Podrán otros decir lo mismo?
martes, 2 de noviembre de 2010
The way you look tonight
He aquí una pequeña perla de lo que me gustaría fuese algo más que un puñado de hojas mojadas. Si la constancia, la paciencia y la música acompañan, quién sabe qué saldrá de ésto que acabo de iniciar...
De amigos, plantas y mujeres
El jefe y yo nos conocimos en noviembre del noventa y nueve. ¡Cielos, chico!, la mala suerte arreciaba como si nunca hubiesen habido desgracias. Como si todo en mi vida hubiese sido tiempos de bonanza.
Yo acababa de perder mi antigua planta. Él, bueno… Él venía de perder la cabeza por una de esas mujeres que invitan habitualmente al derroche de nervios y dinero. Una de esas mujeres, chico, de las que si no te separas a tiempo, pueden provocar que de tu puta ruleta rusa formen parte cinco balas de plata y una de agua.
El jefe, te decía, venía de partirse dos caras y media con un folio en blanco después de encontrarse a aquella mujer con el maldito chico de los recados de la empresa en la que ambos trabajaban, tras encontrársela haciendo de tutora de un puto becario.
Salió de su casa para regar su enfado en alcohol, como florero que pierde un geranio. A ella no volvió a verla. Aquella noche durmió en un sucio hostal. Antes compartimos borrachera en un tugurio de mala muerte, cercano al puerto.
- Voló con una ráfaga de viento. ¡Joder!, ni tan siquiera dijo “adiós”.
- Al menos no te la encontraste en tu cama con un cactus. O con un maldito canastillo…
- Chico, olvídala. Imagínala muerta. Cómprate unos cuernos de ciervo y llévalos al cementerio. Seguro que te sentirás mejor.
- ¿Y qué hay de ti? ¡Estás lloriqueando por el suicidio de una planta!
- No era una planta, era mi petunia. La más bonita que jamás hayas visto. Tus cuernos son simple fruto de una infidelidad. Mi petunia pasó a mejor vida por intentar volar, ¡eso sí que es raro!
A la mañana siguiente me cuasi-obligó a ser yo quien recogiese sus cosas. Por no verla. Por no verle. Renunció al trabajo que tenía por evitar sólo Dios sabe qué tipo de primitivos instintos.
Luego me abrazó y se despidió. Nada más supe hasta que también yo cambié de ciudad. Con el tiempo soporté la pérdida de mi petunia, pero perder luego a mi pequeña azalea fue demasiado. También yo tuve que emigrar…
No me pareció el reencuentro un simple avatar del destino. Siquiera de forma inconsciente, algo me trajo a él. Estoy más que seguro.
Era mi segunda noche en este lugar. La primera que salía junto a mi cizaña. Coqueta, dirigió su mirada a uno de los chicos del billar, que bajaba las escaleras de forma tan grácil como juvenil.
Aquel nombre me resultaba familiar… Quizá de algún otro club de alterne, creía. De mi equivocación caí en la cuenta nada más entrar. En el preciso instante en que me cegó la oscuridad que aún hoy adorna el local.
Un afónico saxo insinuaba las notas de una suave pieza de jazz. Uno de tantos que hacen recordar a alguien como Johnny que cualquier tiempo pasado entre las piernas de una dama fue mejor… El resto de la historia lo conoces. Ya jamás de aquí logré escapar.
Yo acababa de perder mi antigua planta. Él, bueno… Él venía de perder la cabeza por una de esas mujeres que invitan habitualmente al derroche de nervios y dinero. Una de esas mujeres, chico, de las que si no te separas a tiempo, pueden provocar que de tu puta ruleta rusa formen parte cinco balas de plata y una de agua.
El jefe, te decía, venía de partirse dos caras y media con un folio en blanco después de encontrarse a aquella mujer con el maldito chico de los recados de la empresa en la que ambos trabajaban, tras encontrársela haciendo de tutora de un puto becario.
Salió de su casa para regar su enfado en alcohol, como florero que pierde un geranio. A ella no volvió a verla. Aquella noche durmió en un sucio hostal. Antes compartimos borrachera en un tugurio de mala muerte, cercano al puerto.
- Voló con una ráfaga de viento. ¡Joder!, ni tan siquiera dijo “adiós”.
- Al menos no te la encontraste en tu cama con un cactus. O con un maldito canastillo…
- Chico, olvídala. Imagínala muerta. Cómprate unos cuernos de ciervo y llévalos al cementerio. Seguro que te sentirás mejor.
- ¿Y qué hay de ti? ¡Estás lloriqueando por el suicidio de una planta!
- No era una planta, era mi petunia. La más bonita que jamás hayas visto. Tus cuernos son simple fruto de una infidelidad. Mi petunia pasó a mejor vida por intentar volar, ¡eso sí que es raro!
A la mañana siguiente me cuasi-obligó a ser yo quien recogiese sus cosas. Por no verla. Por no verle. Renunció al trabajo que tenía por evitar sólo Dios sabe qué tipo de primitivos instintos.
Luego me abrazó y se despidió. Nada más supe hasta que también yo cambié de ciudad. Con el tiempo soporté la pérdida de mi petunia, pero perder luego a mi pequeña azalea fue demasiado. También yo tuve que emigrar…
No me pareció el reencuentro un simple avatar del destino. Siquiera de forma inconsciente, algo me trajo a él. Estoy más que seguro.
Era mi segunda noche en este lugar. La primera que salía junto a mi cizaña. Coqueta, dirigió su mirada a uno de los chicos del billar, que bajaba las escaleras de forma tan grácil como juvenil.
Aquel nombre me resultaba familiar… Quizá de algún otro club de alterne, creía. De mi equivocación caí en la cuenta nada más entrar. En el preciso instante en que me cegó la oscuridad que aún hoy adorna el local.
Un afónico saxo insinuaba las notas de una suave pieza de jazz. Uno de tantos que hacen recordar a alguien como Johnny que cualquier tiempo pasado entre las piernas de una dama fue mejor… El resto de la historia lo conoces. Ya jamás de aquí logré escapar.
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Jesús Domínguez,
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lunes, 1 de noviembre de 2010
Que me arrastre el viento
Algo tiene ese bar que está cerca de aquí, que es más fácil entrar que aprender a salir...
Introspecciones
Llevo días navegando por mi mente. Aproximándome a la costa cuan Caronte al Hades a través de la Laguna Estigia. Transportando en mi barca los recuerdos del pasado, como si fuesen la tarantella que atraviesa la bota del sur al norte con el barquero calabrés que cambia su oscura región por la romántica Venecia.
El camino que he seguido yo ha sido inverso. Mi canción, mi abstracción. La introspección, mi sitio de llegada. Y ni buscando el nosce te ipsum logro evitar las pesadillas cuando sueño.
Los que me conocen saben que soy más sentido como escritor que como persona. Y sin embargo estos días siento, siento mucho. Lo hago porque recuerdo, cuando lo que más deseo es olvidar. En cambio, veo esa postal…
No es más que un fiel reflejo de un engaño. De algo que un día brotó con la teatralidad de un reality show. Santander fue tan solo el Seaheaven de mi vida, y Pontevedra el detonante de un Truman tardío.
Como él, también yo tengo mis miedos. Algunos similares. Otros, quizá opuestos. Ambos buscamos huir. Ambos lo conseguimos, después de reencontrarnos con aquella figura cuya ausencia regía nuestras vidas.
Siempre he sido de la opinión de que nada es blanco, ni tampoco negro. Lo mejor es ser como los bollos, suizo. Pero, ¿cómo ser neutro cuando tu tranquilidad continuamente invaden?
Desnudar lo que pienso cuando escribo me convierte en vulnerable. O eso he creído siempre. Hoy, en cambio, me parece la mejor terapia de pareja. El mejor acto de conciliación entre alma y mente.
Saber que no es bueno el odio, ni tan malo ser indiferente. Terminar siendo un filósofo made in China. Acariciar la introversión. Quitarme la careta en un día en que la gente se disfraza. Eso y más logro en La Lola’s Club.
Cuando uno hace introspección, de muchas cosas se da cuenta. Yo lo he hecho de que no soy tan diferente de aquellos a los que Leyre sirve. No por vestirme de bufón soy menos arrastrado de aquellos que me superan en valentía, que no necesitan vivir otras mentiras para ser feliz viviendo su propia vida.
Mi historia ahí dentro es una más. Lo saben las desgracias y los chicos del billar. Si fuese un poquito más inteligente no precisaría introspección para saber que fue la vanidad, y no el delincuente, quien mató a aquel jodido periodista. Para darme cuenta de que, o afronto mi vida, o puedo ser el siguiente…
El camino que he seguido yo ha sido inverso. Mi canción, mi abstracción. La introspección, mi sitio de llegada. Y ni buscando el nosce te ipsum logro evitar las pesadillas cuando sueño.
Los que me conocen saben que soy más sentido como escritor que como persona. Y sin embargo estos días siento, siento mucho. Lo hago porque recuerdo, cuando lo que más deseo es olvidar. En cambio, veo esa postal…
No es más que un fiel reflejo de un engaño. De algo que un día brotó con la teatralidad de un reality show. Santander fue tan solo el Seaheaven de mi vida, y Pontevedra el detonante de un Truman tardío.
Como él, también yo tengo mis miedos. Algunos similares. Otros, quizá opuestos. Ambos buscamos huir. Ambos lo conseguimos, después de reencontrarnos con aquella figura cuya ausencia regía nuestras vidas.
Siempre he sido de la opinión de que nada es blanco, ni tampoco negro. Lo mejor es ser como los bollos, suizo. Pero, ¿cómo ser neutro cuando tu tranquilidad continuamente invaden?
Desnudar lo que pienso cuando escribo me convierte en vulnerable. O eso he creído siempre. Hoy, en cambio, me parece la mejor terapia de pareja. El mejor acto de conciliación entre alma y mente.
Saber que no es bueno el odio, ni tan malo ser indiferente. Terminar siendo un filósofo made in China. Acariciar la introversión. Quitarme la careta en un día en que la gente se disfraza. Eso y más logro en La Lola’s Club.
Cuando uno hace introspección, de muchas cosas se da cuenta. Yo lo he hecho de que no soy tan diferente de aquellos a los que Leyre sirve. No por vestirme de bufón soy menos arrastrado de aquellos que me superan en valentía, que no necesitan vivir otras mentiras para ser feliz viviendo su propia vida.
Mi historia ahí dentro es una más. Lo saben las desgracias y los chicos del billar. Si fuese un poquito más inteligente no precisaría introspección para saber que fue la vanidad, y no el delincuente, quien mató a aquel jodido periodista. Para darme cuenta de que, o afronto mi vida, o puedo ser el siguiente…
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domingo, 31 de octubre de 2010
Mi pasatiempo
Te recuerdo en cada momento en que me gustaría desaparecer. En cada instante en que perderme sería la mayor de mis suertes. En que olvidar mi propio nombre sería la mayor de las bendiciones.
En una cajita de cristal te guardaría para tenerte siempre conmigo. De día en mi mesita. Por la noche ocupando el hueco que comparten mi cama y mi corazón. Junto a mí. Dentro de mí.
Quisiera hacerte eterna. Alzar un altar en tu nombre. Con cada uno de los instantes que juntos hemos vivido. Como si no hubiesen más momentos que los nuestros.
Unir nuestras almas. Ser uno. Los dos. Tú y yo. Olvidarnos de todo lo demás. De tus preocupaciones y las mías. De aquello que nos debilita, y si es preciso, también de lo que nos fortalece.
Inertes, veríamos las horas pasar por mi ventana. Lentas. Torpes, como torpes son las palabras cuando intentan dar nombre a lo que uno siente, y sin embargo la única definición posible es el silencio.
Entregarme y que te entregues. Enmudecer, y que tú también lo hagas. ¿Para qué hablar, si las palabras se las lleva el viento? Mejor es sentir como yo siento, como te siento y como te querría sentir.
Robarte hasta el último de tus besos es el primero de mis sueños. Convertirte en literatura, el último de ellos. ¿Qué es lo que hay en medio? Tan solo nuestros pies descalzos.
Ocultarme entre tus senos es mi perdición, mi juego favorito, mi mayor ilusión. Espantar en ellos los fantasmas que perturban mi paciencia, mis ganas, mi resuello.
Convertirte en mi pasatiempo es, en definitiva, lo que más deseo. Porque, en definitiva, yo te quiero.
En una cajita de cristal te guardaría para tenerte siempre conmigo. De día en mi mesita. Por la noche ocupando el hueco que comparten mi cama y mi corazón. Junto a mí. Dentro de mí.
Quisiera hacerte eterna. Alzar un altar en tu nombre. Con cada uno de los instantes que juntos hemos vivido. Como si no hubiesen más momentos que los nuestros.
Unir nuestras almas. Ser uno. Los dos. Tú y yo. Olvidarnos de todo lo demás. De tus preocupaciones y las mías. De aquello que nos debilita, y si es preciso, también de lo que nos fortalece.
Inertes, veríamos las horas pasar por mi ventana. Lentas. Torpes, como torpes son las palabras cuando intentan dar nombre a lo que uno siente, y sin embargo la única definición posible es el silencio.
Entregarme y que te entregues. Enmudecer, y que tú también lo hagas. ¿Para qué hablar, si las palabras se las lleva el viento? Mejor es sentir como yo siento, como te siento y como te querría sentir.
Robarte hasta el último de tus besos es el primero de mis sueños. Convertirte en literatura, el último de ellos. ¿Qué es lo que hay en medio? Tan solo nuestros pies descalzos.
Ocultarme entre tus senos es mi perdición, mi juego favorito, mi mayor ilusión. Espantar en ellos los fantasmas que perturban mi paciencia, mis ganas, mi resuello.
Convertirte en mi pasatiempo es, en definitiva, lo que más deseo. Porque, en definitiva, yo te quiero.
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Como decirte
En unas ocasiones, uno tiene más que decir que lo que realmente dice. En otras, no sabe cómo hacerlo, y por eso no lo hace...
Fue una noche en Barcelona... II
Llevábamos un rato apostados junto al puente cuando, mirando al cielo, preguntó:
- ¿Sabes en qué piensa un voyeur cuando se mira en el espejo?
- Dudo que ninguno se busque en un reflejo, nena. Y si lo hacen, te aseguro que sus pensamientos serán lo de menos…
Con la mirada perdida, calló. Su inocencia invitaba a pensar que no había entendido. Era, sin embargo, mucho más inteligente de lo que parecía. Preguntas como aquella formaban parte de una adolescente curiosidad que no era más que un condimento de su personalidad.
Aquello lo comprendí más tarde. Entonces pensé en lo bendito de la inocencia que una noche me encontré en la calle. Creí entonces que quizá fuese ella de ese tipo de personas que consideran la palabra filósofo un insulto. Me equivoqué…
Fue una noche en Barcelona cuando conocí aquellos ojos tristes. Varias más navegué en ellos, junto al puerto. Intentando descifrar lo enigmático de una mirada veinte años más experta que su portadora. Fue cuando la perdí cuando comprendí que hay cosas sin mayor explicación.
No recuerdo el nombre, pero sí la cafetería. Su pelo recogido en una alegre coleta. Aquella blusa blanca que estilizaba su bello cuerpo. Aquellos pantalones prietos. Aquel comienzo…
Pensé en lo enriquecedor que sería estudiar dos carreras en sus piernas. Y, no voy a negarlo, un máster entre ellas. Cuan ave rapaz, sigiloso me acerqué. La curvatura que dibujaban sus finos labios me ganó antes incluso de que brotasen las palabras.
Más tarde, alcohol de por medio, lo hicieron como flor en primavera. ¡Diablos!, cómo la echo de menos…
Mi historia con aquella chica es lo más cercano que he estado del verdadero amor. De la pureza de no necesitar sexo para ser feliz compartiendo cama con alguien del sexo opuesto.
Sus ojos guardaban un secreto con otro hombre. Hubo ocasiones en las que poco me importó. El alcohol y yo la importunábamos tratando de alegrar con sexo nuestras almas.
Me equivoqué, y quizá por ello la perdí. O no, quién sabe. Lo cierto es que desde entonces no he vuelto a Barcelona. Quizá por el temor de encontrarla en aquel puerto. Por el temor de no saber conjuntar felicidad e inspiración.
No puedo reprocharle nada. Fui yo quien se apartó. ¡Maldito boceto de escritor! Por escribir, dejé atrás a mi musa. Por tener una historia más que contar, olvidé hacerla feliz, cuando quizá necesitaba ella más de mí que yo de mi literatura.
Bastaba con hablar de amor para que existiese. Entonces no lo comprendí. Ahora me arrepiento, chico, y no sabes cuánto… ¿Qué otra cosa puedo hacer? Cierto. Quizá lo mejor sea callar. Callar, y escribir.
- ¿Sabes en qué piensa un voyeur cuando se mira en el espejo?
- Dudo que ninguno se busque en un reflejo, nena. Y si lo hacen, te aseguro que sus pensamientos serán lo de menos…
Con la mirada perdida, calló. Su inocencia invitaba a pensar que no había entendido. Era, sin embargo, mucho más inteligente de lo que parecía. Preguntas como aquella formaban parte de una adolescente curiosidad que no era más que un condimento de su personalidad.
Aquello lo comprendí más tarde. Entonces pensé en lo bendito de la inocencia que una noche me encontré en la calle. Creí entonces que quizá fuese ella de ese tipo de personas que consideran la palabra filósofo un insulto. Me equivoqué…
Fue una noche en Barcelona cuando conocí aquellos ojos tristes. Varias más navegué en ellos, junto al puerto. Intentando descifrar lo enigmático de una mirada veinte años más experta que su portadora. Fue cuando la perdí cuando comprendí que hay cosas sin mayor explicación.
No recuerdo el nombre, pero sí la cafetería. Su pelo recogido en una alegre coleta. Aquella blusa blanca que estilizaba su bello cuerpo. Aquellos pantalones prietos. Aquel comienzo…
Pensé en lo enriquecedor que sería estudiar dos carreras en sus piernas. Y, no voy a negarlo, un máster entre ellas. Cuan ave rapaz, sigiloso me acerqué. La curvatura que dibujaban sus finos labios me ganó antes incluso de que brotasen las palabras.
Más tarde, alcohol de por medio, lo hicieron como flor en primavera. ¡Diablos!, cómo la echo de menos…
Mi historia con aquella chica es lo más cercano que he estado del verdadero amor. De la pureza de no necesitar sexo para ser feliz compartiendo cama con alguien del sexo opuesto.
Sus ojos guardaban un secreto con otro hombre. Hubo ocasiones en las que poco me importó. El alcohol y yo la importunábamos tratando de alegrar con sexo nuestras almas.
Me equivoqué, y quizá por ello la perdí. O no, quién sabe. Lo cierto es que desde entonces no he vuelto a Barcelona. Quizá por el temor de encontrarla en aquel puerto. Por el temor de no saber conjuntar felicidad e inspiración.
No puedo reprocharle nada. Fui yo quien se apartó. ¡Maldito boceto de escritor! Por escribir, dejé atrás a mi musa. Por tener una historia más que contar, olvidé hacerla feliz, cuando quizá necesitaba ella más de mí que yo de mi literatura.
Bastaba con hablar de amor para que existiese. Entonces no lo comprendí. Ahora me arrepiento, chico, y no sabes cuánto… ¿Qué otra cosa puedo hacer? Cierto. Quizá lo mejor sea callar. Callar, y escribir.
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martes, 26 de octubre de 2010
Negra sombra
Negra sombra perseguidora. Falacia o reflexión. Realidad o ficción. Entre un nunca y quién sabe, que diría Joaquín Sabina. Juzguen ustedes mismos. Háganlo con esta canción:
Muera usted mañana
Cuesta creer que cuando llueve siempre escampa cuando esta tormenta tanto se prolonga. Cuesta creerlo cuando algo que debería ser un triste recuerdo se convierte en un mal compañero de viaje, en una china en el zapato de tu vida.
Me gustaría recordar su muerte como la de alguien a quien se lo llevó por delante su propio signo del horóscopo, pero la cuestión es que aún no ha muerto, y que además es virgo.
Podría ser la suya la triste historia de un vagabundo, y sin embargo no lo es porque siempre prefirió aparentar ser rico. En historias, en conocimientos, en gente. A pesar de jamás haberlo sido.
Igual que Larra un día escribió “Vuelva usted mañana”, por triste que parezca, a mí me aliviaría hoy un “Muera usted mañana”. Egoísmo latente el mío, pero siempre basado en la calma que su deceso me traería.
No es algo que desee. Sólo es algo que me calmaría, quizá definitivamente. Mientras disfruto retratando vidas más rotas que la mía por simple instinto, por el mero intento de aliviarla contemplando el dolor ajeno.
Jamás me he regocijado en éste, pero me apena ser sabedor de que aún estoy a tiempo de hacerlo. Me apene ser sabedor de que yo también puedo ser un lobo para el hombre, que decía Thomas Hobbes.
Su presencia me perturba, me violenta. Me obliga a recordar una historia que cuando parece haber sido desterrada de mi mente, demuestra que las barreras que limitan a ésta son frágiles, como termina siendo frágil la coraza de casi cualquier ser humano.
En días como hoy, no puedo sino dar la razón a quien una vez me dijo que los escritores apenas somos un recuerdo de lo que vivimos, una burda copia de lo que nos rodea o una inútil representación de lo que deseamos.
Acostumbro a negar en mis adentros que así sea. Maquillo mi verdad, vivo una mentira o simplemente escribo. Siempre disfrazado. Nunca desnudo. ¿Nunca? Quién sabe. Quizá algún día emule al maestro Larra y escribiendo aquel “Muera usted mañana” sí lo haga.
Me gustaría recordar su muerte como la de alguien a quien se lo llevó por delante su propio signo del horóscopo, pero la cuestión es que aún no ha muerto, y que además es virgo.
Podría ser la suya la triste historia de un vagabundo, y sin embargo no lo es porque siempre prefirió aparentar ser rico. En historias, en conocimientos, en gente. A pesar de jamás haberlo sido.
Igual que Larra un día escribió “Vuelva usted mañana”, por triste que parezca, a mí me aliviaría hoy un “Muera usted mañana”. Egoísmo latente el mío, pero siempre basado en la calma que su deceso me traería.
No es algo que desee. Sólo es algo que me calmaría, quizá definitivamente. Mientras disfruto retratando vidas más rotas que la mía por simple instinto, por el mero intento de aliviarla contemplando el dolor ajeno.
Jamás me he regocijado en éste, pero me apena ser sabedor de que aún estoy a tiempo de hacerlo. Me apene ser sabedor de que yo también puedo ser un lobo para el hombre, que decía Thomas Hobbes.
Su presencia me perturba, me violenta. Me obliga a recordar una historia que cuando parece haber sido desterrada de mi mente, demuestra que las barreras que limitan a ésta son frágiles, como termina siendo frágil la coraza de casi cualquier ser humano.
En días como hoy, no puedo sino dar la razón a quien una vez me dijo que los escritores apenas somos un recuerdo de lo que vivimos, una burda copia de lo que nos rodea o una inútil representación de lo que deseamos.
Acostumbro a negar en mis adentros que así sea. Maquillo mi verdad, vivo una mentira o simplemente escribo. Siempre disfrazado. Nunca desnudo. ¿Nunca? Quién sabe. Quizá algún día emule al maestro Larra y escribiendo aquel “Muera usted mañana” sí lo haga.
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lunes, 25 de octubre de 2010
Una de arrepentimientos
Siempre nos arrepentimos de no haber sabido tatuarnos en la piel los besos del otro, de no habernos sorbido el alma. Siempre nos arrepentimos de no poder memorizar cada uno de sus pliegues, de no tener un botecito en la mesilla de noche con la esencia de su olor.
Siempre nos arrepentimos de no poder guardar nuestras palabras en una cajita, y que al abrirse suenen como si fuera música. Siempre nos arrepentimos de no haber sabido conservar en nuestros poros cada una de sus caricias.
Siempre nos arrepentimos de no habernos hecho parte de nuestras propias vísceras, de no haber jurado al amanecer que nada teníamos que ver con aquellas ojeras que eran nuestra única ropa…
Una mancha de tinta hacía ininteligible el resto de la carta. Bastaba con lo leído para que uno se diese cuenta de que aquella era una de esas típicas epístolas que uno envía en el preciso instante en que incluso la soledad le abandona.
Aquellas palabras parecían haber sido escritas bajo ese triste efecto que produce el que incluso te cuelgue el teléfono el teleoperador sudamericano que es sobreexplotado por “Apadrina un guiño”.
Se percibía en aquella caligrafía un par de suspiros melancólicos que trajeron a mi mente aquellos parques en que nos desgastábamos los labios como si no fuera nunca más a ser de día.
Recordé también cómo intentó disuadirme, afirmando que era para mí una mujer poco recomendable, como si desconociese que el dolor del escritor no dura más que esos efímeros segundos que tarda en calentarse en el microondas mi café.
Con Quique fuimos tres cuando en un banco le susurré una canción. Pensé en escribirle y reprocharle sus letras al ver que no había escrito el remite en el sobre. Por no dejar sus huellas, que diría González.
Recapacité. No me parecía justo culparle de que aquellas soledades paralelas en un triste viaje se encontrasen. El guión es el que nosotros escogimos. Él tan solo puso banda sonora a lo que sentimos.
Escribí igualmente, sólo por desahogo. Sin remite ni dirección, tartamudeé en un folio un “te quiero”, con la estúpida esperanza de que algún día llegue a ella. Con la esperanza de que algún día sepa de que de todo lo que un día dijo, también yo me arrepiento.
Siempre nos arrepentimos de no poder guardar nuestras palabras en una cajita, y que al abrirse suenen como si fuera música. Siempre nos arrepentimos de no haber sabido conservar en nuestros poros cada una de sus caricias.
Siempre nos arrepentimos de no habernos hecho parte de nuestras propias vísceras, de no haber jurado al amanecer que nada teníamos que ver con aquellas ojeras que eran nuestra única ropa…
Una mancha de tinta hacía ininteligible el resto de la carta. Bastaba con lo leído para que uno se diese cuenta de que aquella era una de esas típicas epístolas que uno envía en el preciso instante en que incluso la soledad le abandona.
Aquellas palabras parecían haber sido escritas bajo ese triste efecto que produce el que incluso te cuelgue el teléfono el teleoperador sudamericano que es sobreexplotado por “Apadrina un guiño”.
Se percibía en aquella caligrafía un par de suspiros melancólicos que trajeron a mi mente aquellos parques en que nos desgastábamos los labios como si no fuera nunca más a ser de día.
Recordé también cómo intentó disuadirme, afirmando que era para mí una mujer poco recomendable, como si desconociese que el dolor del escritor no dura más que esos efímeros segundos que tarda en calentarse en el microondas mi café.
Con Quique fuimos tres cuando en un banco le susurré una canción. Pensé en escribirle y reprocharle sus letras al ver que no había escrito el remite en el sobre. Por no dejar sus huellas, que diría González.
Recapacité. No me parecía justo culparle de que aquellas soledades paralelas en un triste viaje se encontrasen. El guión es el que nosotros escogimos. Él tan solo puso banda sonora a lo que sentimos.
Escribí igualmente, sólo por desahogo. Sin remite ni dirección, tartamudeé en un folio un “te quiero”, con la estúpida esperanza de que algún día llegue a ella. Con la esperanza de que algún día sepa de que de todo lo que un día dijo, también yo me arrepiento.
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Jesús Domínguez,
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miércoles, 20 de octubre de 2010
Mariposa traicionera
En ocasiones, la felicidad sólo es un velo tras en cual se esconde una mariposa traicionera...
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