sábado, 27 de marzo de 2010

Night and day

Frank Sinatra cantaba a la noche y al día, aunque verdaderamente vivía lo primero. Como el maestro.

Accidentes como aquellos

No tengo motivos para quejarme de los efectos de la mala vida. Puedo tomar copas sin que me afecten en absoluto y lo peor que me sucede con el tabaco es que me entra tos cuando dejo de fumar. En la época de vida nocturna más intensa he dormido un promedio de hora y media cada día durante veinte años sin que se me resintiese el cuerpo, aunque debo reconocer que esa fue la razón por la que acabé, triste y sin esperanza, en la consulta del siquiatra. Sucumbía al sueño sólo en circunstancias extremas, alguna vez en la carretera, sentado, casi muerto, al volante del coche. Sufrí por ese motivo tres percances en los que podría haber perdido la vida y sin embargó resulté con lesiones de escasa importancia, casi como las que podría haberme causado el barbero al afeitarme. En una ocasión me quedé dormido en un cambio de rasante y recorrí quinientos metros en sueños sin que me ocurriese nada. A veces me vencía el cansancio en plena obsesión por no dormirme y entonces soñaba que iba conduciendo por la carretera real y resolvía los lances del viaje con la misma facilidad que si condujese despierto, viajando con los ojos cerrados por una carretera imaginaria cuyo trazado se correspondía al pie de la letra con la carretera real, con la única diferencia que en mi sueño la muerte era amarilla, y el asfalto, azul. En un accidente que sufrí en la Autopista del Atlántico me falló la magia y me empotré contra otro coche al que di alcance a más de ciento cuarenta quilómetros por hora. Desperté con la sensación de haberme caído de cama sobre una alfombra de púas. Me toqué la cara, apenas ensangrentada por los cristales del parabrisas. Por un momento pensé que se me había cambiado de brazo el reloj. También se me pasó por la cabeza el engorro que sería renovar la documentación por culpa de haber quedado irreconocible porque el golpe incluso me hubiese cambiado de raza. Después de localizar mis gafas en el asiento de atrás, salí del coche y me interesé por el otro conductor. Tampoco a él le había ocurrido nada serio. Su automóvil tenía el maletero en el asiento del chofer; mi coche estaba tan destrozado que fue como si el golpe me lo hubiese cambiado de marca. Me disculpé con aquel tipo, cotejamos las pólizas de seguro y nos intercambiamos los teléfonos. A los pocos minutos se presentó una patrulla de Tráfico y le dijimos que no habiendo lesiones graves, aquello lo arreglábamos como amigos de toda la vida que acabasen de conocerse. Después el otro conductor y yo nos fumamos unos cigarrillos sentados en el quitamiedos del arcén mientras esperábamos una grúa que arrastrase mi coche. ¡Joder!, el vehículo estaba tan aplastado que pensé que podríamos retirarlo de la autopista metiéndolo en el maletero del otro coche. Al cabo de una hora llegó la grúa. El otro tipo se despidió y siguió viaje al volante de un coche que renqueaba como un barco con la carga corrida, dejando atrás un ruido de bolera.
Aquel hombre y yo conservamos nuestra amistad hasta el día de hoy. La verdad es que no creo haber hecho desde entonces muchas amistades como las suya. Yo no sé si eso se debe a que no abundan los tipos como aquel o, sencillamente, porque ya ni siquiera hay accidentes tan agradables como los de entonces, que yo creo que eran vida social. El caso es que, de regreso en Compostela, me tomé unas cuantas copas en “El Corzo” a la salud de aquel amigo después de haberme aseado un rato en el lavabo y asegurarme de que no tenía la nariz por debajo de la boca. Aquella fue una de las madrugadas más triunfales de mi existencia. Y aunque no me atrevo a jurarlo, yo creo que si aquella noche mis amigas estuvieron conmigo más cariñosas de lo habitual fue porque, en el fondo, nunca creyeron que mi existencia alma fuese en absoluto más interesante que el maletero del coche.

jueves, 25 de marzo de 2010

Love's been good to me

En ocasiones, uno se encuentra tan falto de cansancio que no topa por ningún sitio siquiera un resquicio para hablar de amor. Cuando ello ocurre, no es nada malo dejar su lugar en el rincón para que otro lo haga. Y menos si ese otro es el maestro, acompañado del gran Sinatra.

Amor, esa patología

“Estoy enamorado, así que seré mal historiador”. Creo recordar que el joven Werther contestaba algo así cuando alguien le pedía que describiese a su amada y contase lo que sentía por ella. Con más o menos contenido literario, algo parecido nos ocurrió alguna vez a todos. Creemos haber puesto los ojos en la mujer más hermosa del mundo y tememos que los otros no hagan otra cosa que conspirar para privarnos de ella como sea. Haríamos por esa chica lo que fuese, y en un arrebato de absurdo desprendimiento romántico, incluso seríamos lo bastante idiotas para renunciar a ella si creyésemos que era por su propio bien. Por supuesto, a ella le sucede lo mismo y cree que no habrá jamás en su vida nadie que pueda sustituirte. Es difícil entender que el amor sea al mismo tiempo tan revitalizador y tan contraproducente, un sentimiento que te empuja a sobrevivir y sin embargo resulta que te quita el apetito. ¿Será el amor una patología? No hay mayor sufrimiento que el de estar enamorado. En cierto modo, el fracaso en el amor constituye a menudo su único alivio. Sobreviene después del fracaso un dolor que nos parece insufrible y creemos que solo nos valdría la pena morir. Hasta que de regreso en la báscula descubrimos que hemos recuperado un par de quilos, síntoma de que el dolor por el fracaso ya no nos produce en el estómago los mismos estragos que el hormigueo parásito de la solitaria. A pesar del traume, te recuperas. Comprendes que ella no era tan importante e imprescindible como suponías. En el fondo te sientes víctima de algo que te viene bien, como si cojeases por culpa de que te hubiesen amputado una jodida pierna ortopédica. Siempre habrá otro muchacho, otra chica, una nueva oportunidad. Será entonces el momento de zanjar el pasado y empezar de nuevo. Con el entusiasmo de entonces pero con la sabiduría que por lo general nos producen las malas experiencias. Y cuando alguien te pregunte como era aquella chica que te dejó en la estacada, sacarás del bolsillo la libretita de las diligencias y dirás de ella la estatura, el peso y el color de los ojos. Porque, ¡qué demonios!, los fracasos sentimentales te enseñan que no hay una sola historia de amor en la que los poemas que te inspiró no puedan ser como si tal cosa sustituidos por una simple y desapasionada descripción policial.