lunes, 14 de febrero de 2011

Cry me a river

Sonaba jazz cuando el maestro Alvite y yo departíamos de amor. Otro amigo, él con más suerte que nosotros, sonaba de fondo acompañándonos con esta canción:

Identificación o muerte

Anoche compartí barra con el maestro Alvite. Pasaban de las doce, por tanto día catorce. Sobre San Valentín y amor, reflexionó.

- No puedo quejarme de mi suerte en el amor. Mis desgracias sentimentales en realidad las busqué por mi propia mano, así que no puedo culpar a nadie. Ahora me doy cuenta de los graves errores cometidos y a veces pienso que si me sonrió tanto la suerte habrá sido seguramente porque aquellas benditas mujeres tuvieron la desgracia de confundirme con otro.

Sonreí y asentí, tratando de ocultar la poca vergüenza torera que me queda. Fueron aquellas palabras para mí como la dicotomía en que uno se encuentra, en ocasiones, ante hombre armado uniformado.

Identificación o muerte, absurda disquisición la del civil borracho y escritor frustrado. Casi tan absurda como pensar que el jazz cura las heridas producidas por el amor, la guerra y el dentista.

Los acordes del pianista no son más que la morfina que momentáneamente alivia al moribundo. Es verdad que no es la sal del saxofonista furibundo de un ahogado blues, pero no es ni mucho menos cura.

Si acaso diremos que alivia al penitente, como el intercambio de unos rezos por la expiación del pecado. Pero remedio para el recuerdo y desamor, estoy seguro que no es.

No obstante, de enamorados frustrados están los clubs de jazz llenos, como de ricos los cementerios. Porque así es el ser humano. Quiere ver y creer incluso cuando la ceguera inunda su mirada de incredulidad.

El ser humano, y más en un día como hoy, desea escuchar de la boca de otro u otra un siempre o un jamás. Se siente seguro pensando en el futuro, incluso a riesgo de que la ilusión creada se lleve por delante lo que en realidad vive.

Los avatares del destino a mí me han llevado a no creer en el sino. A creer que la vida es un compendio de pequeñas cosas, y que cada cual escribe su camino. Que el hombre es un lobo para el hombre hace tiempo que se sabe. ¿Para qué confiar?

Dice el refranero popular que cada cual es dueño de sus silencios y esclavos de sus palabras. Quizá de ahí que calle más de lo que hablo. Prefiero sólo ser esclavo de mi día a día. Otros lo son de un “siempre” que nunca llegará. De un “nunca” que no existe.

Preferí identificación a muerte cuando el maestro habló de amor. Qué otra cosa podía hacer si vienen también de sus torpezas mis aventuras. Qué podía hacer si son mis manos quienes provocan mis desventuras…