miércoles, 25 de marzo de 2009

Crazy

¿Quién no ha querido, como Gustavo, tocar a arrebato alguna vez? En el anterior relato, él se deja llevar por un arrebato de locura, locura sobre la que trata esta canción:

Todo por la patria

Siempre quise pertenecer a La Benemérita, chico. Nunca intenté pasar las pruebas, cierto es, pero era una de mis ilusiones de chico, y sigue siéndolo. Y qué que se me haya pasado el arroz. Madurito y uniformado gustaré más. Estoy cansado ya del "Todo por la patria".

Alguna vez he tocado a arrebato, pero no por mandato de un superior, sino por estímulos de mujer. De no ser eso, mujeres, a más de una me habría gustado golpearla cuan antidisturbios en celo. A otras, el celo me habría gustado transmitírselo yo en medio de una redada sexual. El caso es que en mi diccionario no se encuentra la palabra indiferencia. Unas merecen la muerte; otras merecen, como poco, un buen cacheo.

No me veo ya capacitado para cachear en exceso, sin embargo, y el dedicarme a deshacerme de las que me rechazan no me saldrían rentable. Seguro que, de terminar así de obcecado, podría estar un día matando tontas, y al llegar la medianoche caería en la cuenta de que todavía quedan. Es por eso que quiero acceder al cuerpo de la Guardia Civil. Aún estoy en edad para ello. El que me sienta viejo en temas de faldas no hace sino confirmar que están todas locas. O al menos las que no acceden a acostarse conmigo.

Imagíname uniformado. Estoy seguro de que ganaría mucho. Ya, no hace falta que digas nada. Entiendo tu heterosexualidad, y como bien sabes, la comparto hasta el último polvo, pero lo cierto es que, así, seguro que podría intentar superar mi abstinencia y misoginia con algo distinto a lo que frecuenta mi cama. Poco a poco voy experimentando cierta mejoría en ello. Recuerda aquellos tiempos en los que sólo con Leyre era capaz de hablar. Ahora lo que quiero es volver a la circulación y al mercado. Volviendo a trabajar, y más en algo con tanto caché, seguro que podré volver a la práctica luz mediante.

Sí, en los últimos tiempos mi noble corcel ha sido cabalgado alguna que otra vez, pero he preferido no mirar. La palabra amazona como significado de aquella que cabalga cambiaría si a alguna de esas mujeres no me las follase a oscuras. Ya sé que tampoco yo soy gran cosa, pero justamente por eso exijo. Para adefesio me llega conmigo mismo. No te sorprendas. Con otras ha sido todavía más impersonal. Con una de ellas no me dio tiempo a apagar la luz. En cuanto la vi desnuda, cielos, a punto estuve de dejarle mi carnet de identidad para que siguiese sola. Sin embargo, aguanté estoicamente, y le hice de todo… por la patria.

Pensarás que sólo los locos son así de patriotas. A decir verdad, barajé también la opción de entrar en la legión. La deseché por miedo a enamorarme de la cabra. Y es que cuando uno ha sufrido lo que yo cuando ella por aquella ventana se arrojó, cualquier pensamiento que por la cabeza vague es digno de una alegación de enagenación mental, sea esta transitoria o permanente. La lástima fue no haber haberme dado cuenta de ello antes. No me habría gastado tanto dinero en mi defensa. Hasta entonces, jamás nadie había pagado porque un juez le recomendase unas vacaciones, o en su defecto, un tratamiento psiquiátrico.

Para irme de viaje tuve menos fuerza de voluntad que para dejar de fumar. Para ir al psiquiatra al menos cogí cierta rutina. Pagaba con cierta frecuencia, pero como quién se propone el uno de enero el perder peso, el ir era ya algo que no entraba en mis planes. Lo cierto es que me apunté a sabiendas de que no tendría tiempo ni ganas para empezar una nueva relación. Demasiado apego tenía a mi sofá y a mi locura…

El salir a comprar tabaco vino bien a mi salud. Gasto menos en médicos y más en alcohol, cierto, pero no menos cierto es que, de no haber conocido este lugar, a buen seguro lo que me depararía el futuro no sería ser cabalgado por cualquier cabra a la que le gusten los hombres uniformados, sino cabalgar yo en un arrebato a la mascota de la legión.

martes, 24 de marzo de 2009

El hombre del piano

Recordaba Juan en el último relato el momento en que conoció a Olvido. Todo surgió alrededor de un piano. Curioso. Otra de las almas errantes que por La Lola's Club vagan me dijo antes haber conocido a alguien especial sentado en un piano.

Da igual el tema. Pudo ser jazz, o quizá música clásica. A lo mejor fue una canción sin sentido. Lo cierto es que, en recuerdo a sus chicas del piano, a ambos les dedica Leyre esta canción cantada por Ana Belén:

Tócala otra vez, Juan

Cuando la conocí, una de mis mayores aficiones era tocar el piano. Lo cierto es que jamás había sido un virtuoso. Jamás nadie me había dicho aquello de "tócala otra vez, Juan". Aún así, sentado a cualquier piano me sentía bien… Hasta que la conocí a ella.

Me encontraba de viaje con unos viejos amigos y, de repente, mi mirada topó con un viejo piano en la esquina del lugar donde nos topábamos. Sin tan siquiera pedir permiso a los responsables del local, me senté y comencé a mover los dedos como en otros tiempos lo había hecho, sin llegar siquiera a tocar las teclas, hasta que llegó ella.

No dijo nada. Fue mejor así. Me venció gracias al factor sorpresa. Llegó junto a mi, se sentó a mi derecha y al instante hizo sonar no recuerdo qué melodía. Me levanté como alma que lleva el diablo, medio avergonzado por haber profanado aquel que en ese momento se convirtió en su altar y medio asombrado por su destreza musical. Posiblemente no fuese la primera vez que escuchaba aquella melodía, y a buen seguro que no era ella la mejor de las pianistas, pero lo cierto es que en cuanto Olvido comenzó a tocar el piano, yo me aproximé al cielo como nunca antes lo había hecho.

Aquel fue el principio del fin. No porque durase poco nuestra historia, sino porque de no haberme sentado a aquel piano, quizá mis noches nunca se habrían reducido a una oda al recuerdo de una Olvido. De no haberme sentado a aquel piano, posiblemente de ella jamás me hubiese enamorado, y es más que probable que tampoco lo habría hecho de esta barra y este trago.
Maldigo aquel piano, chico, como maldigo al dos neuronas que me la arrebató y a la serpiente que jamás se lo comió.

Igual que barajé el hacerme budista y que pensé incluso en el suicidio, después de aquello quise tirar mi piano por la ventana, pero me encontré con un problema. Cada vez que abría la ventana, imaginaba en el balcón de piso inferior al mio el escote que ella lucía. La calle, mientras, me parecía una metáfora de sus piernas, pues igual que a la primera solía recorrerla, quería vagar perdiendo el sentido debajo de su cintura.

Finalmente, rehusé la idea. No me salía a cuenta el pagar la multa o, quién sabe, acabar en la cárcel si el piano alcanzaba a alguien, sólo por intentar olvidar con aquello a Olvido. Después de todo, ni tan siquiera aquello me aseguraba el deshacerme del recuerdo de los días siguientes.
Y es que, tras el asunto del piano, chico, el azar quiso que nos encontrásemos casualmente una vez más. Fue en el hall del hotel donde mis amigos y yo estábamos hospedados. Nuestras miradas se encontraron con una conexión mayor a lo sentido hacia aquel instrumento maldito. Nos dirigimos el uno hacia el otro y, casi por arte de magia, continuó lo que hoy entiendo como una odisea.

Charlamos un rato y, maldito el momento, decidí dejar esa tarde tirados a mis amigos por aquella perfecta desconocida. Hablamos de todo y de nada. Nos conocimos más por nuestras miradas que por nuestras palabras. Decidimos ver juntos el atardecer, y nuestros cuerpos pensaron por nosotros que quizá no estaría de más ver también juntos amanecer. Ella era para mi en aquellos instantes un reloj de arena cuyo último grano había hecho expirar consigo el ultimatum del tiempo al sentimiento. Perdió el primero, y los sentimientos afloraron. Desgraciadamente, más tarde, el tiempo se tomó su venganza y volvió a correr en el mismo instante en que nos separamos.

Así se sucedieron los días, hasta que el destino la trajo a mi ciudad. Entonces todo fue como en aquel mágico transitar de las horas. Las miradas vencían a las palabras, y los sentimientos seguían doblegando al tiempo, quién, por ello, se cobró una nueva venganza.
En un instante para mi atemporal, mientras ella tocaba el piano, aproveché para ir a comprar mi serpiente. Ya sabes el resto de la historia, chico. Cuando ello sucedió, el tiempo volvió a correr y ella aprovechó mi descuido para irse con otro.

Aquello me tocó mucho las teclas, no puedo negarlo. Sin embargo, la melodía obtenida no era la que Olvido acostumbraba tocar. Aún no entiendo la razón por la cual el tiempo hizo que mi pianista dejase aquella dulce melodía y prefiriese el sonido hueco de la mente de otro, o el irritante sonar de los muelles de otra cama que no era la mia.
Lo cierto es que, desde aquello, muchas han tocado mis teclas, pero nadie ha dado con la melodía adecuada. Nadie ha sido capaz de encontrar pulsando un par de teclas una nueva melodía que lleve a mis sentimientos a doblegar al tiempo.

Todo empezó cuando se sentó junto a mi. Me venció gracias al factor sorpresa. Por aquel entonces una de mis mayores aficiones era tocar el piano. Desde su partida, muchas han tocado mis teclas, pero ninguna ha logrado convertir su melodía en un sugerente "tócame otra vez, Juan".

domingo, 22 de marzo de 2009

Mi ventana al mar

Una semana llevaba Diego sin pasarse por el local. Una semana que para él fue como un instante.
También yo llevaba una semana sin pasarme por La Lola's Club por, como él, ver como el tiempo se detenía en el mismo instante en que mi mirada conectaba con, sí, el mar.

Al contrario que Diego, sin embargo, yo sí soy capaz de dar las gracias. Gracias a toda esa gente con quién he compartido esta semana por hacer de esta semana, si no la mejor, una de las mejores de mi vida.
Sarita, Jess, Álvaro, Isi, Cristian, Aina, Laia, Fanny, Sandra, Gonzalo, Melissa, Nuri, Loly, Sergio, Nacho, Miriam, Laura, Tono, Nacho, Rober... A todos y cada uno de los que habeis estado en el Curso de Inmersión de la UIMP. You're simply the best, guys.

En recuerdo de algo, para mi, tan mágico como lo vivido, este relato y esta canción:

Deteniendo con la mirada el tiempo

No tengo remedio, chico. Mi maleta se cayó al mar justo cuando mi barco iba a atracar, y así, atracado, es como me siento. Algo, no sé muy bien el qué, me ha robado eso que hacia ella sentía, aún sin saber muy bien qué era aquel sentimiento.

Quién arrojó mi maleta al mar me dejó sin trajes, zapatos y ropa interior. Sólo me dejó el disfraz de bufón que en ese momento portaba y al que, como puedes comprobar, todavía no he sido capaz de encontrar sustituto. Salta a la vista que no me sienta mal del todo. De hecho, disfruto aparentando ser quién no soy y escondiendo en esta burda apariencia mi realidad. Es sólo que, junto a ese puñado de recuerdos impregnados en mi disfraz, me gustaría haber podido conservar algo más.

Y es que, aunque no lo creas, en ocasiones preferiría ser marinero de agua dulce en lugar de recordar a una en cada puerto. En alguna ocasión la vida me ha golpeado con sus remos o me ha salpicado de agua mezclada con lejía, tanto aquí como allá, pero pocas veces había estado como ahora. No al menos sin mediar alcohol. Tampoco es que aquí no hubiesen corrido ríos de ron, pero el caso es que mi aproximación al nirvana se debió más a otros menesteres.

En más de una ocasión se ha hablado aquí de los síndromes de Diógenes y Estocolmo. Allí, sin embargo, no atendía a mitología ni geografía más allá de su mirada. He estado sujeto a ella una semana, y sin ella me siento más que indefenso. Qué le voy a hacer, como dice la canción, pendenciero y mujeriego lo seré hasta que me muera, esté en Lieja, Turín, Dortmund o Santander.

Ha sido sólo una semana, pero ha sido una semana en la que ni tan siquiera he recordado la voz de Irene cantando "hay amores", ni la sonrisa de Leyre mientras, tan gentil como siempre, me sirve una copa de aguarrás. Puede parecer increíble, por lo que aquí se dice sobre los síndromes, pero creo haber encontrado mi cura. Lo que realmente parece sintomático de quién sabe qué no es lo que aquí vivía antes, sino el haber tenido que volver a la cruda realidad, y con ella, a mi enfermedad.
No me malinterpretes. No es que La Lola's Club sea mi enfermedad, es que la vida real lo es. Aquello era como una dimensión desconocida en la que el tiempo parecía haberse detenido. Esto, sin embargo…

En la otra dimensión era feliz, chico. No recuerdo que hubiese ningún "I love you". Posiblemente tampoco hayamos hecho de videntes con un "I will miss you". Tras lo vivido, dejamos atrás los formalismos y los "Nice to meet you". O eso creo… A decir verdad, estoy bastante confuso sobre qué hubo y qué dejó de haber. Ahora todo me parece un sueño. Supongo que será el efecto secundario de mi medicina, que la parada del tiempo acaba confundiendo hasta al más cuerdo, aunque no sea yo este.

Ella hablaba inglés. Yo, a duras penas puedo hacerlo. No era sin embargo la lengua óbice para el entendimiento. Nos bastaba con una cómplice mirada para acercarnos al nirvana. Tal era esa complicidad que, sin habernos separado, ya la estaba extrañando. Otro de los efectos secundarios que en mi provoca tal medicina, supongo. El caso es que no me dio tiempo a transmitirle el mono que en mi provocaba. No pude agradecerle los servicios prestados pues, cuando quise hacerlo, había ya emprendido el viaje de vuelta al mundo real. Finalmente, cuando quise darme cuenta, había relegado a ese mono que en mi provocaba a la categoría de un simio más de los muchos que por mi vida transitan.

Cuando partía, mi maleta cayó al mar, y como por arte de magia, los malos recuerdos volvieron a aflorar y volvieron a correr las horas. Ayer nuestras miradas eran una realidad, hoy sólo un recuerdo. Un recuerdo, y un sueño:
El de que por medio de una nueva mirada, tarde o temprano, vuelva con ella a detenerse el tiempo.