jueves, 22 de marzo de 2012

Dichosa paradoja...

Anoche pretendí cometer el delito de querer querer a alguien durante un instante. Ambos sabíamos qué hacíamos. Éramos conscientes -o eso creía- del peligro que entraña ser de alguien sin ser capaz de traspasar tus sentimientos perdidos, sin encontrar primero dónde habita tu corazón.

Robé una flor al pasar por una funeraria. Un coche aparcado y solo me susurró la posibilidad de quedar bien con tal detalle. De una de las coronas arranqué un capullo que prometía ir a estar abierto hasta las dos, tiempo suficiente para encontrar cobijo en piernas ajenas.

Fingí ir a tientas por la calle en la que un día vivieron mis recuerdos, como si disfrazar mi memoria de olvido fuese a vestir mi sonrisa de sinceridad. Llegué al punto de encuentro entre su boca y la mía, y en el afán de ser invisible ella pasó de largo.

No fue lo que después me dijo, pero de ello estoy convencido. Una hora después yo me excusé diciendo que era consciente de haberme retrasado. Mi puta falsa modestia y mis ganas de sexo sin que mediase pago me hicieron disculparme por llegar con demora allí donde ella quiso ver a alguien que no era yo, donde se arrepintió de haber sacado billete para un crucero a ninguna parte.

A decir verdad, no le culpo. Tampoco es agradable para mí compartir cama alguien a quien un complejo de vagabundo malcurado le hace derrochar en alcohol dinero a manos llenas de tristeza y portar los bolsillos vacíos de dicha, de ternura siquiera.

En realidad mi historia con aquella mujer no fue más que un déjà vu de otras. Estoy ya habituado a que los orgasmos femeninos conmigo los disfrute la piel de otro. A que en un cruce de caminos ella se pierda en la ruta hacia el sinsentido de intercambiar conmigo siquiera un suspiro.

Si le mentí fue por costumbre y una desesperación, la de la soledad. Te preguntarás por el hábito. Si afirmé llegar a deshora fue por seguir con mi dichosa paradoja. Porque por extraño que resulte, en mi vida yo casi siempre llego tarde y ella casi nunca llega a mí.



domingo, 18 de marzo de 2012

Puestos a soñar...

Puestos a soñar, pidamos.Puestos a pedir, soñemos. Soñemos con tu cuerpo sobre el mío, con el mío sobre el tuyo. Con el desenfreno entre tus piernas. Con que el amor nos guía hacia aquello que llaman placer, y que para mí no es más que lujuria.

Porque es un lujo yacer contigo. Siquiera soñarlo. Que tú eres mía y yo soy tuyo. Que el mañana no importa porque la noche es nuestra. Tampoco el ayer, sino este instante. No somos más que tú y yo en un mundo de locos. Tan solo tú y tan solo yo queriendo dejar la cordura a un lado, simplemente perdernos.

No somos mesura. En este momento, tampoco ternura. Nos pueden mi ansia de ti, tus ganas de mí. De tocarnos, de besarnos; de querernos y acariciarnos, disfrutar de dos descerebrados cuerpos y caer en nuestros más bajos instintos por debajo de nuestra cintura.

Si viene la soledad a vernos, soñemos. Contigo y conmigo. Con lo que un día fuimos o quizá seamos. Con el deseo y el fuego. Con nuestra perdición, en fin. Con el ardiente anhelo de entrelazar nuestras manos, convirtiendo cada una en dos.

Si como dijo Calderón la vida es sueño, pidamos hacer realidad los sueños. Hagamos del vicio virtud y del refrán algo banal. Si queremos, podemos. Piénsame como yo te pienso; disfruta. Créeme colgado en tus labios, porque para mí no habría mayor pena que yacer en ellos.

Ponle salsa a la vida que yo soy bachata. Agarra el deseo y piensa en cogerme y en que yo te coja. Puestos a soñar soñemos, porque el tiempo puede quitarnos la vida, pero nunca el deseo. Puestos a pedir, pidamos comernos a besos; que el anhelo sea realidad, que nuestro placer sea eternidad.