lunes, 25 de octubre de 2010

Una de arrepentimientos

Siempre nos arrepentimos de no haber sabido tatuarnos en la piel los besos del otro, de no habernos sorbido el alma. Siempre nos arrepentimos de no poder memorizar cada uno de sus pliegues, de no tener un botecito en la mesilla de noche con la esencia de su olor.

Siempre nos arrepentimos de no poder guardar nuestras palabras en una cajita, y que al abrirse suenen como si fuera música. Siempre nos arrepentimos de no haber sabido conservar en nuestros poros cada una de sus caricias.

Siempre nos arrepentimos de no habernos hecho parte de nuestras propias vísceras, de no haber jurado al amanecer que nada teníamos que ver con aquellas ojeras que eran nuestra única ropa…




Una mancha de tinta hacía ininteligible el resto de la carta. Bastaba con lo leído para que uno se diese cuenta de que aquella era una de esas típicas epístolas que uno envía en el preciso instante en que incluso la soledad le abandona.

Aquellas palabras parecían haber sido escritas bajo ese triste efecto que produce el que incluso te cuelgue el teléfono el teleoperador sudamericano que es sobreexplotado por “Apadrina un guiño”.

Se percibía en aquella caligrafía un par de suspiros melancólicos que trajeron a mi mente aquellos parques en que nos desgastábamos los labios como si no fuera nunca más a ser de día.

Recordé también cómo intentó disuadirme, afirmando que era para mí una mujer poco recomendable, como si desconociese que el dolor del escritor no dura más que esos efímeros segundos que tarda en calentarse en el microondas mi café.

Con Quique fuimos tres cuando en un banco le susurré una canción. Pensé en escribirle y reprocharle sus letras al ver que no había escrito el remite en el sobre. Por no dejar sus huellas, que diría González.

Recapacité. No me parecía justo culparle de que aquellas soledades paralelas en un triste viaje se encontrasen. El guión es el que nosotros escogimos. Él tan solo puso banda sonora a lo que sentimos.

Escribí igualmente, sólo por desahogo. Sin remite ni dirección, tartamudeé en un folio un “te quiero”, con la estúpida esperanza de que algún día llegue a ella. Con la esperanza de que algún día sepa de que de todo lo que un día dijo, también yo me arrepiento.

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