miércoles, 9 de septiembre de 2009

La gravedad

Quiebra por completo este relato con lo que La Lola's Club es, pues si bien comienza en un local nocturno, no había sido nunca Clara alguien habitual en El Rincón de los Arrastrados.

No he querido dejar pasar, sin embargo, la oportunidad de compartir con mis lectores algo que ha surgido de la lectura de un relato ajeno al que quise dar, con permiso de su autor, mi toque personal y transferible a quién guste de leerlo.

Está escrito en un tono grave, y que acaba relacionándose con la gravedad. Es por ello que, ¿qué canción, si no esta, podría acompañarlo?

Y al final, la nada

Consumió en las escaleras un último cigarro. Se fumaba mientras la madrugada a la oscuridad. Piensa de nuevo la noche en que él se fue. Esperaba al alba. Le marcaría el camino a un lugar mejor que aquel rincón, creía.

Recordó que la mañana allí no le podía encontrar. Era hora de secarse las lágrimas de sangre en su pañuelo de lija. El perfecto desconocido esperaba su desayuno en casa.

Desde entonces él era todo oscuridad, pensaba mientras abría la puerta. Compartían cama y vida. Les separaba la nocturnidad, la tristeza y el alcohol. “Si el Averno existe, de esto mucho no debe distar”, se dijo a sí misma.

Aquella depresión le había conducido de la baja a la autocompasión. La autocompasión le convirtió en un cabrón. A ella la había convertido en esclava, desaparecida de su empleo la esclavitud.

Triste, se vestía pensando en lo feliz que otrora había sido, y en lo infeliz que aquel hombre le había convertido. Ya en la estación, se acordó de lo buen hombre que fue.

Se detuvo el tren en su estación, y con ello retornaron los pensamientos de abandono. Las lágrimas se volvieron a unir a un insomne y frío rostro. Insomne por las muchas noches con alcohol y sin descanso. Frío, por aquella mañana con abrigos y sin grados.

Una mañana más, tarde. El jefe esperaba. Era sabedora de que su trabajo de un hilo pendía. Poco le importaba. También de un hilo pendía su antigua vitalidad. Esperaba el fin de su jornada, hasta que ésta tocó a arrebato.

Aminoró a la salida el paso pensando en encontrar en la estación la más tardía combinación. ¿De qué serviría una pronta vuelta a casa? Aquello era un infierno.

En algo peor se convirtió al ver en el periódico de quien tan amablemente le había cedido su asiento una noticia similar a la que en las carnes de su hijo ella vivió. Comenzó entonces su sinrazón. Salió de la estación buscando un lugar donde llorar. Donde gritar. Donde volar.

Volvió a su edificio de trabajo como alma que lleva el diablo hasta llegar a divisar un marco incomparable. Cajas apiladas a un lado. Un pequeño invernadero en otro. Cubriéndole, una intensa niebla. Y al final, la nada.

Por un instante, pensó en ser feliz y libre. Feliz pensando en que su hijo vivía todavía. Liberada por saberse madre y mujer. Recordó entonces qué le había llevado a aquella azotea.

Allí le había llevado la realidad de unos sueños imposibles de cumplir. Allí le habían llevado sus ganas de vivir. Entonces, voló. Encontró, al final, la nada.