domingo, 31 de octubre de 2010

Fue una noche en Barcelona... II

Llevábamos un rato apostados junto al puente cuando, mirando al cielo, preguntó:
- ¿Sabes en qué piensa un voyeur cuando se mira en el espejo?
- Dudo que ninguno se busque en un reflejo, nena. Y si lo hacen, te aseguro que sus pensamientos serán lo de menos…


Con la mirada perdida, calló. Su inocencia invitaba a pensar que no había entendido. Era, sin embargo, mucho más inteligente de lo que parecía. Preguntas como aquella formaban parte de una adolescente curiosidad que no era más que un condimento de su personalidad.

Aquello lo comprendí más tarde. Entonces pensé en lo bendito de la inocencia que una noche me encontré en la calle. Creí entonces que quizá fuese ella de ese tipo de personas que consideran la palabra filósofo un insulto. Me equivoqué…

Fue una noche en Barcelona cuando conocí aquellos ojos tristes. Varias más navegué en ellos, junto al puerto. Intentando descifrar lo enigmático de una mirada veinte años más experta que su portadora. Fue cuando la perdí cuando comprendí que hay cosas sin mayor explicación.

No recuerdo el nombre, pero sí la cafetería. Su pelo recogido en una alegre coleta. Aquella blusa blanca que estilizaba su bello cuerpo. Aquellos pantalones prietos. Aquel comienzo…

Pensé en lo enriquecedor que sería estudiar dos carreras en sus piernas. Y, no voy a negarlo, un máster entre ellas. Cuan ave rapaz, sigiloso me acerqué. La curvatura que dibujaban sus finos labios me ganó antes incluso de que brotasen las palabras.

Más tarde, alcohol de por medio, lo hicieron como flor en primavera. ¡Diablos!, cómo la echo de menos…

Mi historia con aquella chica es lo más cercano que he estado del verdadero amor. De la pureza de no necesitar sexo para ser feliz compartiendo cama con alguien del sexo opuesto.

Sus ojos guardaban un secreto con otro hombre. Hubo ocasiones en las que poco me importó. El alcohol y yo la importunábamos tratando de alegrar con sexo nuestras almas.

Me equivoqué, y quizá por ello la perdí. O no, quién sabe. Lo cierto es que desde entonces no he vuelto a Barcelona. Quizá por el temor de encontrarla en aquel puerto. Por el temor de no saber conjuntar felicidad e inspiración.

No puedo reprocharle nada. Fui yo quien se apartó. ¡Maldito boceto de escritor! Por escribir, dejé atrás a mi musa. Por tener una historia más que contar, olvidé hacerla feliz, cuando quizá necesitaba ella más de mí que yo de mi literatura.

Bastaba con hablar de amor para que existiese. Entonces no lo comprendí. Ahora me arrepiento, chico, y no sabes cuánto… ¿Qué otra cosa puedo hacer? Cierto. Quizá lo mejor sea callar. Callar, y escribir.

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