sábado, 3 de abril de 2010

Fix you

Hay quien llama destino a esa sinrazón que en un determinado momento sobreviene y se deshace de un amor. Y hay quien, como yo, no cree en el sino, pero sí ha vivido algún que otro desamor como para identificarse con lo que Leyre nos cuenta.



A ti, que cuando experimentas una desazón me permites estar cerca. Si me dejas que así siga, te prometo que en todo momento
"I will try to fix you".

Hay quien lo llama destino

Lo nuestro fueron quince minutos de lluvia en Móstoles y un par de sudores con los que calentar la sopa fría. Algo esporádico. Inesperado. Casi insignificante fue aquella unión que nos llevó a soñar el uno con el otro. Y a la postre, algo doloroso.

Amigo. Confidente. Simplemente él. Aquel que sigue cantando para bingo aunque una decida colocarse en primera línea de fuego. Amigo. Confidente. Simplemente él. Aquel por el que valió la pena buscar el cuerpo a cuerpo saliendo de trincheras.

Pero en toda guerra hay víctimas, y toda guerra toca en algún momento a su fin. Incluso las de los sentimientos. Hay quien llama destino a lo que a nosotros sobrevino. Cruel y despiadado sino el que se lo llevó de mi lado.

Lo nuestro acabó, y de todo aquello sólo quedan hoy un par de medias mojadas y dos boletos cuyo premio es la no consolación. A cuatro metros bajo tierra sentí tomar el sol, un sol bajo el cual día a día sentía una desazón tal como si alguien estuviese tratando de acabar conmigo a base de pellizcos.

Días. Semanas. Meses. Toda una vida compartida hasta aquella triste despedida. ¿Qué dejó de funcionar? Cartas. Notas. Corazones de un papel hoy sesgado por tijera y desamor, precedieron aquel instante en que me creí condenada.

Recuerdo aquellas noches en que oíamos en el pecho del otro los tambores sordos de algo que creíamos era amor. Sin temor a equivocarme, puedo decir que nos queríamos. Éramos uno debilidad de otro. Cada cual se equilibraba con su otra mitad. Aquello era especial… pero todo parece tener un fin, y el nuestro de pronto llegó.

Desconfianza, error y arrepentimiento; venganza, frialdad y miedo; permitieron el triunfo de un adiós. Atrás quedaron ingentes recuerdos. Fotos y canciones en cantidades industriales. Pero, pese a la revolución, algo en el corazón quedó que mar adentro la marea no llevó.

Y es que todavía hoy cuando imagino nuestras almas vagando por una playa plagada de recuerdos. Todavía hoy cuando pienso, pienso que yo solo era con él, y él sólo era conmigo. Todavía hoy cuando sueño, puedo escuchar nuestras voces jurando amor eterno. En secreto. En silencio.

Hay quien llama destino a lo que a nosotros sobrevino. Maldito y cruel sino el de aquel que teniendo un cariño tal, acaba sufriendo tanto mal como el que hoy yo padezco cuando recuerdo cuánto quiero. En secreto. En silencio.

Balada del desarraigado

Son varias las ocasiones en que en los últimos tiempos el maestro Alvite ha servido para iluminar mi camino mejor de lo que cualquiera lo haría. Esta vez, con una "Balada del desarraigado" bajo el brazo.

El aviador del hospicio

Es cierto que cada ser humano tiene una sola madre biológica y es indiscutible el eterno tirón de la sangre, pero que yo recuerde, he sido un niño con poco sentido umbilical, un crío que se desentendía de los abrazos de su madre, un fugitivo que en las fotos de familia salía siempre retratado con la indiferente tristeza de un rehén. A veces me soltaba de la mano de mi madre durante el paseo camino del parque y corría hasta el hospicio para ver a todos aquellos chiquillos ruidosos, tristes y expósitos, arrastrado hasta allí por la extraña sensación de que mi verdadero sitio estaba entre ellos. Jamás pude explicarme aquella amarga propensión a la orfandad, pero lo cierto es que otras veces me escapaba hasta el río Sar y entraba desnudo en aquellas aguas puerperales y caldosas en las que acababan de enfriar sus vaginas las yeguas de los soldados. De niño me he perdido unas cuantas veces por la ciudad y casi sin darme cuenta le he dado la mano a la primera mujer que pasaba, como si fuese un genérico hijo en tránsito. No sé si me gustaría saber por qué hacía aquello, pero lo cierto es que no le encuentro sentido a que me incomodase regresar a un hogar cálido y confortable en el que incluso me amaba el gato. Con el paso de los años no hizo sino crecer en mí la tentación por la independencia, sin importarme que fuese la misma que la tentación de la más estricta y dolorosa soledad. Todavía a veces presiento en el agua del lavabo el placer expósito y transeúnte que me producía de niño aquel río ventral y caldoso al que debo la inenarrable sensación de haber recibido entre las piernas la tibia pomada labial de las vulvas de las yeguas. De aquella lejana evitación de la familia me viene seguramente mi costumbre de viajar rodeando las ciudades, probablemente porque aún ahora, como cuando era sólo un niño, por mi costumbre de escapar sólo le encuentro algún sentido a las ciudades de cuyas calles sepa con absoluta seguridad que jamás pasarán algún día por la mía. El río Sar baja ahora un poco sucio y algo escaso, pero, ¿sabes?, a veces me detengo a mirarlo y aún creo posible recorrerlo volando entre sus aguas en un aeroplano con las alas de tela, como un aviador que si falleciese en el cielo amniótico de su infancia sólo pondría de luto a los niños muertos de aquel hospicio.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Entre mis recuerdos

Se me antojaba inevitable que volviera a aparecer el fútbol en el rincón de nuevo esta vez, dada la literalidad de parte de mi último artículo de opinión.

Por ser también algo poco habitual, se me antoja también nuevamente difícil adjuntarle cualquier canción, aunque bien podría ser ésta la que de fondo sonase, por ejemplo.

Los padres del descenso

Aún recuerdo las palabras de aquel maldito niño. Los Reyes Magos no existen, son los padres, dijo en los días previos a las vacaciones de navidad. Era algo mayor que yo, pero no me dolió en prendas enfrentarme a él.

Unos días más tarde, el mismo maldito niño dijo a un ilusionado párvulo que aquellas cien pesetas no habían sido fruto de ningún intercambio con un roedor. El Ratoncito Pérez no existe, son los padres, aseveró.

Sus puños volvieron a intercambiar pareceres con mis incisivos. Uno de ellos, ya medio suelto, se suicidó. El grandullón recibió su castigo. Yo veinte duros como compensación de parte de un ratón.

Tres sobres de cromos y unas chuches dieron buena cuenta de lo que pudo haber sido una demanda a la que luego habría de añadirse otra a la televisión. Yo no sabía qué era aquello de ser gay, pero estaba seguro que Ricky Martin no podía serlo.

No se me había todavía agudizado el oído musical, y era su disco el primero que aspiraba a recibir en mi corta vida. Se lo había pedido a Baltasar. En medio de la noche me levanté a miccionar y, ¡horror!, allí estaba mi madre, colocando los regalos bajo el árbol.

Intentó convencerme de que había sido cosa del desorden real, pero no lo logró. Todavía estaban intactos el vino y el turrón. Recordé a mi agresor. ¡Tenía razón! Pero, ¿y el ratón? Mi madre confesó. Y yo lloré. ¿El regalo? El dichoso cd que había pedido.

Ha pasado tiempo y aquel rumor tan extendido ha sido confirmado. El propio cantante lo ha hecho. Ha salido de ese armario en que uno desearía encerrar juntos al ratón, a los Reyes y al fantasma del descenso.

Hoy éste sobrevuela sin remedio sobre el José Zorrilla, como ave que percibe desde el cielo el nauseabundo olor de quien navega a la deriva. Porque así navega hoy el Real Valladolid; mientras Carlos Suárez se empeña en repetir que el descenso no existe, son los padres.

Hace tiempo algunos venimos barruntando el hundimiento. Alarmistas, nos decían unos. Oportunistas, clamaban otros. Y todo por ir más allá del dudoso rendimiento de jugadores como Haris, Manucho, Nauzet o Pelé. Todo por hablar de su escasa profesionalidad.

Las cuatro multas posteriores al encuentro ante el Atlético de Madrid nos abrieron los ojos. Nos vimos reflejados en aquel niño que perdió un incisivo una. Aquel partido fue, como el día que encontramos a mamá colocando los regalos bajo el árbol, el principio del fin de una ilusión.

Como si del matón del cole se tratase, fue Mendilibar el puesto de cara a la pared. Ahora, pasado el tiempo, se demuestra que en sus aseveraciones y decisiones no le faltaba un ápice de razón. Como la tuvo también aquel que en su día me dio pa’l pelo.

El día de autos, mis compañeros se pusieron de parte del más fuerte. También pasó con el de Zaldibar. La plantilla podía más, y la directiva permitió que se rompiese la cuerda por el lado del más débil. Y lo que es peor, la tormenta amenaza cobrarse una segunda víctima, en la figura de otro entrenador-carnaza.

En el caso que nos atañe, no fue la directiva la única que miró hacia otro lado. El gremio no quiso ganarse la fama de acusica ni dejar de molar al más popular del cole. Ni cuando varios jugadores se excedieron en la celebración de una derrota, ni cuando Mendilibar fue largado con viento fresco.

Como los que estaban en el patio aquel recreo, miraban inquisidores al matón y comentaban en pequeños corros, pero optaban por reírles las gracias, no se fueran a mosquear, cuan pelota de diez años.

Tras la derrota ante el Xerez, en cambio, todo parece haber cambiado. Recuerden, señores, al gran Sabina. Ahora es demasiado tarde, princesa, cantaba en una de sus canciones menos canalla que lo que pueden ser considerados parte de los que visten la violeta y blanca.

Porque ese es el menor calificativo que se puede dedicar a la gran parte de nuestra plantilla, canalla. Y desvergonzada. ¿O acaso no es verdad que hasta la lesión de uno y la suplencia de otro, dos chicos de diecinueve y dieciocho años venían sacando los colores a gente en teoría más preparada?

Pocos se salvan de la quema. Muchos decepcionan. Y los que no lo hacen, a buen seguro se verán recompensados con su salida a otro primera, cuando aquellos a los que los intereses del club no importa nada logren lo que parecen haberse propuesto, engrosar sus currículos con un descenso y mala fama.

Les importe el club o no, ese es un estigma que se llevarán cuando de aquí se vayan, y es por salir con un expediente limpio por lo que deberían luchar. Oportunidades para redimirse de sobra han tenido. Y, como un delincuente enfermo, en su lugar han reincidido.

Pero, ahora que estamos en época de pasión, no debemos olvidar aquello de quien esté libre de todo pecado que tire la primera piedra. Absténganse pues, como de hecho lo hacen, los señores Olabe y Suárez.

El uno ha fracasado en su política de renovación de la plantilla, a la cual él mismo reconoció no haber visto en el enésimo ridículo de la temporada. El otro, tropieza de nuevo con una pasmosa pasividad ante la indolencia que ya llevó al club que dirige a segunda división hace unos años.

Pero, vayamos más allá. ¿Acaso Roberto Olabe no tiene como adjunto a aquel que a su vez ha de ser nexo entre plantilla y organigrama técnico? ¿Por qué entonces la fractura en la plantilla, una vez extirpado el que para unos y otros era el mal? ¿Por qué Carlos Suárez extirpa el presunto problema, y sin embargo las cosas no marchan? ¿Por qué hace oídos sordos a los gritos de auxilio de Alberto Marcos, él, que ha vivido una situación similar en el pasado?

Al contrario de mi conflicto con aquel chico de un curso superior, señores, estas cosas no son ni mucho menos de niños. Estamos nada menos que hablando de un nuevo descenso, provocado una vez más por la pasividad de los que mandan y la indolencia de los que juegan.

Yo, créanme, quiero creer que como antaño, toparé con una realidad distinta de la que creo. Permítanme que lo ponga en duda. Me encantaría a final de temporada decir aquello de el descenso no existe, son los padres, pero…

lunes, 29 de marzo de 2010

Gone, play on

No hay nada como viajar en tren al compás de Russian Red como inspirarse. O quizá sí, pero esa es la fórmula que hoy yo he utilizado.

Ligero de equipaje

Viajo en tren por el mero placer de moverme a la velocidad de las vías. Disfruto de las nubes, que inquietas buscan el sendero por que camino con la leve cojera del vagón desde el que con ellas intercambio una sonrisa cómplice, casi de despedida, que incita a una voz femenina e impersonal a recitar aquellos besos que, como olvidados, atrás dejo en el espacio. En el tiempo.

Busco dos sueltos versos con que decir adiós a un par de estrofas carentes de sentimiento, mas cargadas de dolor. Huelen a raíl y piedras pequeñas, esas que un día se me atragantaron en el desayuno de la vida, en esa adolescencia en que los ojos me doblaban casi en edad.

Mis ojos esquivan una madurez sobrevenida. Por eso, supongo, disfruto cuando viajo en tren. Consumo kilómetros. Espero acabar con otros. A la par veo castillos, en cuyas mazmorras de buena gana encerraría personas. Mientras escribo, se tornan para mí de arena, fina como aquella de la playa en que un día fui imaginado.

Mis amigas de azules ojos señalan aquellos montes tras los que se esconden mis sueños. Mi caligrafía mejora con un alto en el camino, con el canal como testigo. Ancha es Castilla, y cuantiosos sus molinos, como cuantiosos son los monstruos que atrás hoy dejo en el camino. Sin pensar. Sin jamás dudar.

Qué pudo haber sido me pregunto cuando suena el teléfono del olvido. Hay cosas que es mejor enterrar, que dejar en la última estación. Ligero de equipaje con el mío extraviado, nunca reclamado. Perdido, como perdidos terminan siendo los abrazos de quien se reencuentra en el andén si no son luego bien abonados.

Por eso no suele ser bueno el barbecho cuando hay en juego sentimientos. El viento al final siempre recoge las heridas un día sembradas en forma de descuido. A quien las hace, el tiempo suele señalar un tren perdido. A quien las sufre, suele hacer ver en el siguiente una nueva opción para disfrutar, viajando una vez más ligero de equipaje.