sábado, 13 de marzo de 2010

La Bohéme

La bohéme... y el bohemio.

Caderas de taxista

Que soy un columnista mediocre o simplemente honesto lo prueba la inmensa fortuna de no haber ganado jamás un premio. En este oficio en realidad tan sedentario las probabilidades de alcanzar la gloria son infinitamente menores que las de desarrollar caderas de taxista. En uno de los periódicos en los que trabajé en Galicia lo máximo que conseguí fue un descuento en la esquela de mi padre. Empecé en esto hace cuarenta años y aunque al final las cosas me han ido razonablemente bien, no ignoro que la distancia que me falta para el éxito es sin duda menor que la que me separa de las hemorroides.

Cuando llevaba apenas unas semanas en la profesión, mi padre, que también era periodista, me dijo: «Si te van mal las cosas, te consolará saber que en este oficio lo normal es que ya estés en la calle cuando te despidan». Una parte de mi estilo, las uñas de los pies y muchas de mis costumbres, las heredé de él; mis errores y mis vicios fueron cosa mía. Un poco deformada por la mala vida, mi voz recuerda mucho a la suya. A diferencia de lo que ocurrió conmigo, él acertaba más a menudo con el portal de casa, lo que explica que muriese casado con su única esposa.

Gracias a haber llevado una vida más regular, supongo que nunca le ocurrió lo que a mí me sucedió con la fulana que una noche me dijo: «Siempre creí que era indecente relacionarse con un tipo promiscuo como tú, pero, confieso que al besarte me excita la idea de haber metido la lengua en la boca de otra mujer». A veces creo que el periodismo de sucesos fue determinante de mi destrucción por haberme aficionado a llevar la mala vida que tenía el compromiso profesional de retratar y el deber moral de maldecir. Pensaba que compartir la vida de los parias me ayudaría a comprenderla. Supongo que en eso fui un ingenuo. Era evidente que los periodistas que cubrían en Madrid las carreras del hipódromo se entusiasmaban con su trabajo sin necesidad de comerse la alfalfa de los caballos.

En realidad vivía aquí y tenía la cabeza muy lejos, en cualquiera de esos lugares remotos e insalubres en los que el viento sopla lo justo para que por las banderas se sepa dónde están las embajadas. Ahora soy más realista que cuando empecé en esto, pero todavía a veces me detengo en otoño frente al parque y no descarto que en las ramas de los árboles sin hojas se posen de un momento a otro los esqueletos de los pájaros.

jueves, 11 de marzo de 2010

Jueves

Muchos lloramos aquel día, y lo hacemos cuando recordamos. Ciento noventa y dos víctimas fueron las razones de ello. Un grupo de desalmados los culpables.

Como otros muchos, yo tenía gente allí. Unos queridos; otros... menos.



A ti, que al volver a mí jugaste con aquello. Y a ellos, por los que me estremezco en el recuerdo.

Jueves once

Tu palabra no vale nada para mí. No tienes perdón. No sigas. Jamás creeré algo así. No gastes saliva, ni tampoco mis pupilas y recuerdos.

Banalizar con algo así debería estar penado. Hace tiempo yo te he condenado, pero no me basta. Necesitaría siempre más. Porque tú estabas allí, en la misma medida que yo estaba.

No busques excusas. Ya no conmigo. Tu crédito hace tiempo se ha perdido. ¿De qué vale recordar si es una mentira lo que aflora por tus labios? Ahórrate tus cuentos. ¿Y qué si tú también vivías en Madrid?

Pretendiste encontrar pena. No lo conseguiste. Pensé en todos salvo en ti. No lo mereciste. No lo hiciste porque otros había que en mí pensaban. Otros había que aquel temor ganaban.

Sentí temor y pánico. Aún lo siento si recuerdo. Porque, créeme, no olvido. Muchos eran los días en que había paseado por aquellas vías, por aquellos barrios. Quizá hubiese estado incluso en uno de esos trenes.

Esas horas fueron meses. “¡El Apocalipsis!”. Pensé en ello mientras aguardaba una noticia. No tuya. Tú me acostumbraste a nunca recibirlas. Sí siempre recibí de ellos noticias y el cariño que en ti echaba en falta.

Por eso por ellos lloré al saber que no iban a bordo de ningún tren. Tú no. Ellos se lo ganaron. No lo hicieron otros, pero también por ellos lloré. Y no sólo entonces lo hice.

Otras veces había vuelto y evitado el monolito. En verano entré casi obligado y volví a emocionarme. Por aquellas ciento noventa y dos familias. Por aquellos barrios trabajadores. Pero no por ti.

Primero a las ocho. Luego a las once y media. Más tarde al volver de clase. Y día a día, según se sucedían las noticias, todos quedábamos marcados. Pero tú no eres más. No perdiste a nadie. Ni siquiera la vergüenza. No frivolices con aquello.

Hace ya seis años, España lloró un jueves. Desde entonces lo ha hecho un once. Hoy vuelven a coincidir los días. Hoy volvemos a llorar. Por ciento noventa y dos familias. Por aquellos barrios trabajadores. No por ti.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Yesterday

Tan maestro uno como genio el otro. Sencillamente Alvite. Simplemente Sinatra.

Vías sin tren

No puedo entender que muchos hombres y mujeres sean felices por considerar el agnosticismo una fascinante conquista intelectual. Yo soy agnóstico y la verdad es que de todas mis conquistas esa es precisamente de la que menos orgulloso me siento. A lo mejor es que ocurre con el escepticismo lo que con el cansancio, que es algo que en la juventud supone el resultado de un placer y cuando uno se hace mayor descubre que sólo puede ser la secuela de alguna enfermedad preocupante. Por eso creo que el descubrimiento del agnosticismo produce en muchos seres humanos la misma decepción que experimentarían si por indagar en el origen del coqueto lunar de la barbilla descubriesen que en realidad esa diminuta manchita es el alarmante indicio de un pavoroso cáncer de piel cuyas trágicas ramificaciones podrían ser incluso imprevisibles. Encontrar una patología detrás de la belleza conduce a la misma amargura que sienten algunos agnósticos –yo mismo– cuando al cabo de hondas y angustiosas pesquisas se les confirma que la lucidez mental en el fondo sólo les ha servido para esclarecer la oscuridad iluminándola con una paradójica bombilla negra. Su fe en la resurrección hace más felices a los creyentes. Para ellos la muerte sólo es un tránsito hacia otra manera de ser y de existir, un simple transbordo al que muchos se enfrentan con la misma presencia de ánimo que si se tratase de cambiar de tren en un largo recorrido sin final. No es lo mismo para un agnóstico. No lo es en mi caso. Me asusta la idea de morir y encuentro insoportable la relativa certeza intelectual de que lo único aprovechable de mi muerte sea al día siguiente mi viuda. Me pregunto por qué diablos habré perdido la fe que me inculcaron en la infancia. Mirándolo bien, ni siquiera sé en qué preciso instante de mi existencia la perdí. Supongo que ocurrió cuando era demasiado joven, en ese fosco y analgésico momento de la vida en el que el coche de los muertos siempre está más allá que el carrito de los helados. Por desgracia, ahora ya es demasiado tarde para recapacitar y tendré que hacerme a la idea de morir sin la menor esperanza de que en el andén del tanatorio entre inesperadamente un tren. ¡Lástima y envidia! La muerte siempre es algo difícil de soportar para un agnóstico, sobre todo si, como es mi caso, no tiene costumbre de estar más de seis horas acostado.