sábado, 17 de marzo de 2012

Abrazar la perdición

Todo empezó con una bossa nova. Su sensualidad elevaba temperatura, termostatos y carnales instintos. Percibí como la mesa en que se encontraba se estremecía. El hedor de su sudor nervioso habría resultado de lo más desagradable de no entender que hasta los muebles deseasen cobrar por ella vida, por asomarse al balcón de su escote y acercarse al portal de su sexo.

Cambió de tercio la banda como el reptil que muda de piel. Llegó con el cambio una samba. Acercó a su copa los labios e hizo incluso al silencio enmudecer. Hasta los relojes perdieron la noción del tiempo al ver a la cintura de una trompeta hacer llegar hasta su boca el foco del pecado y la atracción.

Por ésta fue inevitable acercarme a ella y sacarla bailar. Cielos, chico, tenías que haber visto lo mismo que yo; haber notado todas aquellas miradas clavadas sobre ti, con tanta envidia como afán inquisidor. Ella se dejó llevar de la pista a la barra y de la barra a los baños. En sus pechos perdí la cabeza; en sus bajos hasta la respiración.

Abracé a la perdición y perdí hasta mi identidad por tenerla tan solo un minuto. Y no me arrepiento, pues dentro de ella me sentí vivo. Tanto como los pingüinos en agosto, como las cebras al sol. Y qué si pequé. Entre la locura del deseo y la condena por sentirla prefiero penar una vida entera por un minuto en ella a ni tan siquiera haberme arriesgado.

No cambiaría aquella tentación consumada en orgasmos y alcohol por un día entre ángeles. Jamás experimenté una sensación más cercana a la vida misma que la vivida entre sus piernas. Y qué si tanto perdí. No hay victoria para el que nada arriesga. Fui yo quien escogió jugarse hasta el alma por buscar el dulce calor que sentí al final de sus besos.

Aquello no duró más que una noche. La siguiente vez que nos vimos su gélida mirada me hizo trizas. Había sentido con ella lo que con ninguna otra. Creí estar a la altura, de pie y de rodillas. Aquella frialdad e indiferencia me golpeó con la fuerza que agrede una mancha al gángster en su corbata de cobrador.

No sé qué fue lo que falló. Quizá mis fluidos me hicieron invisible a sus ojos. O peor aún, quién sabe qué, despreciable a sus agudos sentidos. Lo cierto es que desde entonces no levanto la cabeza de esta copa más que cuando suena una samba. Llámame iluso, pero aún confío en volver a abrazar a la perdición...

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