jueves, 15 de enero de 2009

Enamorado de la vida

Sabes, chico, una vez estuve enamorado de verdad. Ella no era como aquellas chicas de las que siempre hablas, esas que ilustraban las historias de tu maestro. No, chico, ella no era tan glamourosa como aquellas mujeres que se maquilaban aprovechando las chispas que provocaban los disparos. Era una chica mundana. Guapa, pero del montón. Con buen cuerpo, sí, pero sin llamar demasiado la atención por ello. Sin embargo, por mi podría haber sido fea como un demonio, y con más carne que el dibujo de Homer Simpson, porque tenía algo mágico que seguro aún siendo así permanecería: Su mirada.

Antiguamente, trataban a las oráculos casi como diosas. En ocasiones, su belleza era tal que no se permitía siquiera mirar a la cara a chicas como ella. Eso me habría gustado hacer con ella, prohibir siquiera que dos ojos lascivos conectasen con una mirada como la suya. De haber podido, a aquel malnacido le habría arrancado las córneas y me habría hecho un collar con ellas. Sin embargo, tenía un gran problema: Era dos veces yo.

Tuvimos un pequeño escarceo antes de la aparición del hombre sin córneas. ¿He nombrado que tampoco tenía cerebro? Me refiero a él. Bueno, y también a ella, aunque es típico en el amor el preferir a alguien que te caliente y no a quién te entienda. Y es que eso hacía yo, entenderla, pero no tuvo ni eso en cuenta ni lo mucho que le demostraba que le quería.

Durante mucho tiempo fui un imbécil, más aún de lo que ahora soy. Deseando ser postre, no pasaba de segundo plato. Tenía que conformarme con las sobras, a la vez que ella desaprovechaba algo que no creo que sea tan poco apetitoso como quiso hacerme ver. Y es que aunque no parezca un plato apetecible, aquí donde me ves, antes de aquello solía dejar un buen sabor de boca.

Lo peor no fue ver tal desprecio, sino que fuese ella quién se sintiese agraviada cuando me di cuenta. Y es que sí, era imbécil, pero llegado el momento, hasta el musculitos ese si le hubiese arrancado las córneas como deseaba, habría visto que gustándome tanto el ron, lo único que habitualmente pagaba eran fantas, recibiendo a cambio sólo miradas, o en ocasiones ni eso.

No se lo reprocho, chico, ni le lloro ni tan siquiera un euro. Al que faltaban las córneas y una tercera neurona que ordenase una mente donde sólo había carreras entre sus dos hermanas, era yo. No era el único, es verdad, pero al fin y al cabo sí el verdadero culpable, porque a diferencia de ella y su amiguito, yo sí era capaz de saber que uno más uno suelen sumar dos.
Tardé en darme cuenta de aquello, pero lo hice. Nunca es tarde si la dicha es buena, dicen, y hoy mi dicha es mucha. Aquel desamor no dejó más que un vago recuerdo en el rincón de pendientes a olvidar, y un segundo plato ávido de algo que llevarse a la boca.

Es tanta la gula que me dejó, chico, que he vuelto a enamorarme un par de veces. La última, sin ir más lejos, este mediodía, aunque sé que ya luego se me pasará, en cuanto otro bombón luzca su envoltorio en las proximidades de esta mesa y moje los labios en ron. Eso dejó, chico, un hombre rácano que ya sólo paga su consumición, que busca siempre tener algo que llevarse a la boca y que cree en el amor. En el amor que tengo a mi propia vida.

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