Hay ocasiones en que, por sorpresa, llega el final. Otras, simplemente se espera...
domingo, 11 de julio de 2010
No hay esperanza
Blanco vida.
Pasillos amarillos. Batas verdes, tubos rojos. Luces transparentes. Azules sirvientes. ¿Mirlos blancos? No hay esperanza.
Intranscendentes charlas, cielo gris. Acompañantes, galenos, transeuntes. Cuidados. Familiares impacientes. Matasanos, gente insomne. Enfermos ávidos de anis.
Pesimismo. Enfermedad. Lágrimas. Tristeza. Soledad.
Negro muerte.
Pasillos amarillos. Batas verdes, tubos rojos. Luces transparentes. Azules sirvientes. ¿Mirlos blancos? No hay esperanza.
Intranscendentes charlas, cielo gris. Acompañantes, galenos, transeuntes. Cuidados. Familiares impacientes. Matasanos, gente insomne. Enfermos ávidos de anis.
Pesimismo. Enfermedad. Lágrimas. Tristeza. Soledad.
Negro muerte.
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Jesús Domínguez,
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lunes, 14 de junio de 2010
La Flaca
Por un beso de La Flaca daría lo que fuera,
por un beso de ella, aunque solo uno fuera.
Moje mis sabanas blancas, como dice la canción,
recordando las caricias que me brindo el primer día.
por un beso de ella, aunque solo uno fuera.
Moje mis sabanas blancas, como dice la canción,
recordando las caricias que me brindo el primer día.
En la puerta una reseña...
Ayer. Hoy. Nosotros. Jamás.
Mañana. Pasado. Nosotros. ¿Quizás?
Tu vientre. Mis labios. La Lola’s. Los baños.
Tu novio. Mi chica. Dos excusas. Dos engaños.
Piercing. Tatuaje. Sexo. Amor salvaje.
Cinturón. Camisa. Pantalón. Adiós, traje.
Llamada al móvil. Suena jazz. Tu chico. Canta Irene.
Atranco la puerta. Marcha atrás. Te beso. Alguien viene.
Tapo tu boca. Sigo empujando. Ya estás llegando.
Es el loco. Estaba orinando. La está guardando.
Recoge su planta. Cierra la puerta. Seguimos.
Dentro y fuera. Aumento el ritmo. ¿Continuamos?
Una noche en los baños, perdiendo la cabeza entre tus piernas.
Jamás a vernos volvimos, por eso las imagino eternas.
En tus pechos enloquecí. Parecías pequeña.
Delgada, pelo largo. En la puerta una reseña.
Hoy no es hoy, sino mañana, escribí entonces aquí.
Se hizo mañana contigo. Se acabó el hoy por ti.
Mañana. Pasado. Nosotros. ¿Quizás?
Tu vientre. Mis labios. La Lola’s. Los baños.
Tu novio. Mi chica. Dos excusas. Dos engaños.
Piercing. Tatuaje. Sexo. Amor salvaje.
Cinturón. Camisa. Pantalón. Adiós, traje.
Llamada al móvil. Suena jazz. Tu chico. Canta Irene.
Atranco la puerta. Marcha atrás. Te beso. Alguien viene.
Tapo tu boca. Sigo empujando. Ya estás llegando.
Es el loco. Estaba orinando. La está guardando.
Recoge su planta. Cierra la puerta. Seguimos.
Dentro y fuera. Aumento el ritmo. ¿Continuamos?
Una noche en los baños, perdiendo la cabeza entre tus piernas.
Jamás a vernos volvimos, por eso las imagino eternas.
En tus pechos enloquecí. Parecías pequeña.
Delgada, pelo largo. En la puerta una reseña.
Hoy no es hoy, sino mañana, escribí entonces aquí.
Se hizo mañana contigo. Se acabó el hoy por ti.
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viernes, 11 de junio de 2010
Recuerdo
Mirarte a los ojos y tal vez recordarte que antes de rendirnos fuimos eternos. Me levanto decidido y me acerco a ti...
Fue una noche en Barcelona... I
Cuando me acerqué volvió a vestir una sonrisa maltratada como el tanga de un feriante. Fue en una noche sombría, una de ésas en que incluso las nubes caminan a oscuras.
Se disculpó por haber maquillado sus ojos de tristeza. La invité a una copa, a riesgo de que apareciera en aquel momento un chulo. Confirmó que no era puta, a pesar de yacer plantada en una esquina.
Al rato me contó que vivía allí cerca. Yo reconocí que hacía tiempo la observaba. Se excusó diciendo que esperaba a un chico. Entonces, enrojecí. No debía conocer tan bien la noche si creía profesionales aquellos finos labios apenas resaltados con carmín.
“El cine es más divertido que la vida”, dije con la cuarta. “Mi abuela tiene nombre de regalo”, aseveró ella con la sexta. “Mi vocación es la derrota. Mi carácter la resignación”. Y al final, nos acostamos.
Aquello terminó con un coitos interruptus. Apenas me importó. Yo me lo busqué. Quise ser caballo entre una sota y rey. Olvidé que era ella un pájaro sin sueños. Un paraguas sin voz.
Fue una noche en Barcelona cuando, ahogadas mil penas en alcohol, pretendí también ahogar en mis labios sus gemidos. Naufragamos en mis pies de vagabundo, pero al menos lo hicimos abrazados.
No hubo conjeturas, ni tampoco gestos fríos. Yo soy ave nocturna y ella precisaba un hombro en que llorar. Tampoco hubo reproches. Varias veces más nos pilló levantado el camión de la basura.
Vivimos en abril un falso agosto. Por sus heridas pregunté a un anticuario cual era el valor de un beso. Ella se seguía preguntando: “¿Por qué a la indiferencia hemos llegado, si del amor al odio no hay más que un paso?”. Qué difícil es desandar lo andado.
“Estoy falto de cansancio, nena, eso es todo”. Entendió mi insistencia, mas no aceptó. Mayor locura habría sido, supongo, siquiera suerte haber probado. Al fin y al cabo, ella tenía su vida. Y yo, mi literatura.
Se disculpó por haber maquillado sus ojos de tristeza. La invité a una copa, a riesgo de que apareciera en aquel momento un chulo. Confirmó que no era puta, a pesar de yacer plantada en una esquina.
Al rato me contó que vivía allí cerca. Yo reconocí que hacía tiempo la observaba. Se excusó diciendo que esperaba a un chico. Entonces, enrojecí. No debía conocer tan bien la noche si creía profesionales aquellos finos labios apenas resaltados con carmín.
“El cine es más divertido que la vida”, dije con la cuarta. “Mi abuela tiene nombre de regalo”, aseveró ella con la sexta. “Mi vocación es la derrota. Mi carácter la resignación”. Y al final, nos acostamos.
Aquello terminó con un coitos interruptus. Apenas me importó. Yo me lo busqué. Quise ser caballo entre una sota y rey. Olvidé que era ella un pájaro sin sueños. Un paraguas sin voz.
Fue una noche en Barcelona cuando, ahogadas mil penas en alcohol, pretendí también ahogar en mis labios sus gemidos. Naufragamos en mis pies de vagabundo, pero al menos lo hicimos abrazados.
No hubo conjeturas, ni tampoco gestos fríos. Yo soy ave nocturna y ella precisaba un hombro en que llorar. Tampoco hubo reproches. Varias veces más nos pilló levantado el camión de la basura.
Vivimos en abril un falso agosto. Por sus heridas pregunté a un anticuario cual era el valor de un beso. Ella se seguía preguntando: “¿Por qué a la indiferencia hemos llegado, si del amor al odio no hay más que un paso?”. Qué difícil es desandar lo andado.
“Estoy falto de cansancio, nena, eso es todo”. Entendió mi insistencia, mas no aceptó. Mayor locura habría sido, supongo, siquiera suerte haber probado. Al fin y al cabo, ella tenía su vida. Y yo, mi literatura.
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viernes, 28 de mayo de 2010
Guitarra
Llevo días sin pasarme por La Lola's. Poco tiempo para vivir como arrastrado. El poco que tengo lo malgasto en el recuerdo. Al son de un fado.
Recuerdos de Portugal
Jamás pasé tanto calor como entonces. Rara vez me sentí tan agotado. Incluso las sombras huían de aquel suelo gris por el que caminaba en pleno mes de abril.
A decir verdad, quizá fuera aquello en mayo. Puede que incluso en julio. No lo sé. Tan solo recuerdo a mi madre junto a mí, y la vía del tren a nuestro lado.
Sé que no es algo de lo deba estar orgulloso, pero diría que aquel fue uno de los ratos más largos por ambos compartidos. O por lo menos, uno de los ahora muchos no fingidos.
No sé a qué viene ahora aquel recuerdo. No puede decirse que fuera la mía una infancia feliz. Yo no disfrutaba con aquello, y para ella fue un alivio deshacerse de ello.
Muchos fueron los domingos malgastados. Muchos los kilómetros consumidos. Muchas las mimosas podadas. Muchas las piedras colocadas. Para luego, nada.
Supongo que ése es el motivo por el cual de pequeño odiaba Portugal. Era para mí sinónimo de trabajo, cansancio y tardes sin fútbol. Las vistas no me consolaban. Tampoco los dulces que con ansia devoraba.
Recuerdo que Manuel, el hombre del ultramarinos, era quien mejor me trataba. Me invitaba a coca-cola, aunque en contraprestación pretendía hacerme del Sporting de Lisboa. No entendía que por entonces fuera yo del Barcelona.
Al otro lado de aquel monte vivía una anciana que debía ser abuela de Matusalén. Lucia, se llamaba. Aunque siempre íbamos a verla, jamás entramos en su casa. Desconfianzas de quien me acompañaba.
Una pareja de franceses vivía cerca nuestra. De ellos me acuerdo tan solo por el bigote de aquel hombre, el cuatro por cuatro que tenían a las puertas de su palacete y una discusión sobre el Mundial.
Días después, a cientos de kilómetros, asentí dándole la razón al ver a la Francia de Zizou alzarse con el campeonato. Yo creía a Brasil favorita, pero… No volví a verlo. Tampoco aquellas tierras. Mi madre las vendió. Aquello se acabó.
Recuerdo los sandwiches con boletes de Viana. Los intempestivos trenes de Redondela. Ver desde lo alto el parque de atracciones de Braga. Y recuerdo también envidiar la felicidad de los niños que allí estuviesen.
Conocí terrenos más al sur, pero nunca Bracalandia. Recuerdo visitar Porto, Coimbra, Lisboa… y Fátima. Aquel tren a alguna parte, con un agujero en el subsuelo. Veinticinco kilómetros de curvas. Sólo para rezar.
Mi madre de rodillas. Mi hermano en sus brazos. Yo junto a mi tía. Eran otros tiempos… Tampoco aquel viaje me gustó. De camino me mareé, y entre tanta gente me agobiaba. Pero era una promesa.
Eran otros tiempos, decía. Tiempos en que la familia fingía estar unida. Tiempos en los que el abuelo vivía. Recuerdo el mono azul con que cortaba las acacias, sin despojarse jamás de su visera. Esa que hoy, donde quiera que esté, todavía le acompaña.
En otra de las ocasiones que visité la Lusitania, nos encontramos por casualidad con una tía. No sé si fue en D’Arques o Barcelos. Tan solo sé que fui yo quien acabó con la indecisión que nos sacó de aquella plaza.
Quizá fuese la excusa para salir de allí. No podría asegurarlo, pero si convencí a mi madre fue seguro porque no me gustaba lo que oía. Bastantes fados escuchaba cuando iba a casa de la portuguesa.
Con mi tía o sin mi tía, lo siguiente que florece en mi memoria somos yo y mi madre en una cafetería y aquella compra de pasteles. Como los desayunos en Viana, era una de las pocas cosas positivas de ir tan frecuentemente a Portugal.
Otra era aquella fonda en la que el abuelo siempre pedía bacalhau, y yo me comía un buen filete. Si volviera, no sabría llegar a la alameda, pero sí dar con el lugar exacto de aquella cuesta en que tantos lunes y domingos pasé cuando era crío.
De pronto dejé de ver aquel lago un día. Aquellas casas derruidas dejaron de ser nuestras. He de confesar que me alegré. Lo entendía entonces como un peso. Supongo que por eso lo recuerdo.
Los años han pasado, y con ellos mil historias. Sólo quedan recuerdos que he ido hilando. Hechos desagradables de los que con el paso del tiempo me he ido dando cuenta. Puros apenas quedan un par de recuerdos. Entonces no lo concebía así, pero ahora puros sólo quedan recuerdos de Portugal…
A decir verdad, quizá fuera aquello en mayo. Puede que incluso en julio. No lo sé. Tan solo recuerdo a mi madre junto a mí, y la vía del tren a nuestro lado.
Sé que no es algo de lo deba estar orgulloso, pero diría que aquel fue uno de los ratos más largos por ambos compartidos. O por lo menos, uno de los ahora muchos no fingidos.
No sé a qué viene ahora aquel recuerdo. No puede decirse que fuera la mía una infancia feliz. Yo no disfrutaba con aquello, y para ella fue un alivio deshacerse de ello.
Muchos fueron los domingos malgastados. Muchos los kilómetros consumidos. Muchas las mimosas podadas. Muchas las piedras colocadas. Para luego, nada.
Supongo que ése es el motivo por el cual de pequeño odiaba Portugal. Era para mí sinónimo de trabajo, cansancio y tardes sin fútbol. Las vistas no me consolaban. Tampoco los dulces que con ansia devoraba.
Recuerdo que Manuel, el hombre del ultramarinos, era quien mejor me trataba. Me invitaba a coca-cola, aunque en contraprestación pretendía hacerme del Sporting de Lisboa. No entendía que por entonces fuera yo del Barcelona.
Al otro lado de aquel monte vivía una anciana que debía ser abuela de Matusalén. Lucia, se llamaba. Aunque siempre íbamos a verla, jamás entramos en su casa. Desconfianzas de quien me acompañaba.
Una pareja de franceses vivía cerca nuestra. De ellos me acuerdo tan solo por el bigote de aquel hombre, el cuatro por cuatro que tenían a las puertas de su palacete y una discusión sobre el Mundial.
Días después, a cientos de kilómetros, asentí dándole la razón al ver a la Francia de Zizou alzarse con el campeonato. Yo creía a Brasil favorita, pero… No volví a verlo. Tampoco aquellas tierras. Mi madre las vendió. Aquello se acabó.
Recuerdo los sandwiches con boletes de Viana. Los intempestivos trenes de Redondela. Ver desde lo alto el parque de atracciones de Braga. Y recuerdo también envidiar la felicidad de los niños que allí estuviesen.
Conocí terrenos más al sur, pero nunca Bracalandia. Recuerdo visitar Porto, Coimbra, Lisboa… y Fátima. Aquel tren a alguna parte, con un agujero en el subsuelo. Veinticinco kilómetros de curvas. Sólo para rezar.
Mi madre de rodillas. Mi hermano en sus brazos. Yo junto a mi tía. Eran otros tiempos… Tampoco aquel viaje me gustó. De camino me mareé, y entre tanta gente me agobiaba. Pero era una promesa.
Eran otros tiempos, decía. Tiempos en que la familia fingía estar unida. Tiempos en los que el abuelo vivía. Recuerdo el mono azul con que cortaba las acacias, sin despojarse jamás de su visera. Esa que hoy, donde quiera que esté, todavía le acompaña.
En otra de las ocasiones que visité la Lusitania, nos encontramos por casualidad con una tía. No sé si fue en D’Arques o Barcelos. Tan solo sé que fui yo quien acabó con la indecisión que nos sacó de aquella plaza.
Quizá fuese la excusa para salir de allí. No podría asegurarlo, pero si convencí a mi madre fue seguro porque no me gustaba lo que oía. Bastantes fados escuchaba cuando iba a casa de la portuguesa.
Con mi tía o sin mi tía, lo siguiente que florece en mi memoria somos yo y mi madre en una cafetería y aquella compra de pasteles. Como los desayunos en Viana, era una de las pocas cosas positivas de ir tan frecuentemente a Portugal.
Otra era aquella fonda en la que el abuelo siempre pedía bacalhau, y yo me comía un buen filete. Si volviera, no sabría llegar a la alameda, pero sí dar con el lugar exacto de aquella cuesta en que tantos lunes y domingos pasé cuando era crío.
De pronto dejé de ver aquel lago un día. Aquellas casas derruidas dejaron de ser nuestras. He de confesar que me alegré. Lo entendía entonces como un peso. Supongo que por eso lo recuerdo.
Los años han pasado, y con ellos mil historias. Sólo quedan recuerdos que he ido hilando. Hechos desagradables de los que con el paso del tiempo me he ido dando cuenta. Puros apenas quedan un par de recuerdos. Entonces no lo concebía así, pero ahora puros sólo quedan recuerdos de Portugal…
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jueves, 13 de mayo de 2010
Woman in live
No tengo ninguna alhaja que ofrecer. Ni tan siquiera bisutería fina 'Made in China'. Nada más que joyas del maestro, como este tributo a su vieja y malograda amiga.
Woman in live
Ahora ya no está aquí y no podré llamarla para que me busque bajo la lluvia en cualquier rincón de la ciudad, como cuando le telefoneaba a las cuatro de la madrugada y se presentaba a mi lado a tiempo casi de colgar con su mano el teléfono. Los suyos eran aquellos días los únicos ojos que en medio del naufragio veían la luz de mis bengalas y se hacían a la mar para estar a mi lado en el agua. El barman de «El Corzo» pinchaba «Woman in love» cuando la sala estaba despejada, en ese momento en el que casi llega desde la calle el sonido de la lluvia en la marquesina de la puerta. Era nuestra canción. Sólo la bailaba con ella y eso ocurrió media docena de veces cada año desde que la conocí hasta que el maldito cáncer le impidió ponerse al teléfono. Se llamaba Marta y los tres minutos de aquella canción en la voz de Barbra Streisand fueron la única vez que estando despierto pasé tanto tiempo sin fumar. Escribí para ella docenas de notas en los posavasos de papel de aquel club. Ella las respondía siempre con una sonrisa y las guardaba luego en el bolso. No niego que en otras circunstancias me hubiese apetecido llegar a más con ella, pero en aquel momento me conformaba con ser la parte más autógrafa de sus pertenencias. Ni siquiera apretaba al bailar «Woman in love» y sólo me ponía un poco más íntimo si lo pedía ella. «Puedes tomarme de la cintura; te aseguro que ni se me pasará por la cabeza llamar a un guardia». Luego me pedía que le dijese cosas al oído. «No importa de que se trate –decía–. Me conformo con saber que llevo encima algo más varonil que la lluvia». Yo le recordaba entonces aquellas cosas tan hermosas que jamás nos sucedieron. «¿Recuerdas, Marta, amiga mía, aquella noche en el Berlín dividido? Tú no tenías tabaco y yo había perdido mi mechero. Fuimos un vicio antes de ser una pareja. Fuiste como una aparición en una ciudad de pana en la que no había una sola flor que no fuese más gris que sus cenizas». «Aquella noche bailamos por primera “Woman in love” en una boite en la que dijiste que la mitad de la gente era mala y el resto no eran de fiar». «Aquella madrugada no te dije que te quería por temor a que me diese la tos, Marta. Y sé que tú no me lo dirás esta noche porque no se puede ser sincera si se está acatarrada». La última madrugada que bailamos aquella canción, Marta se llevó en su bolso el posavasos de papel que ya jamás me contestará con el afectuoso autógrafo de su sonrisa: «Si por lo que sea te vas algún día de mi vida, sólo te pido que ni tus ojos vomiten sin memoria los míos, ni por culpa del olvido me devuelve tu bolso el correo». Ahora Marta está enterrada y yo suelto tierra al bailar «Woman in love».
sábado, 1 de mayo de 2010
I've got you under my skin
Suenan las palabras del maestro con Sinatra de fondo. De nuevo se unen dos grandes en este rincón para hablar de Casablanca, como si fueran cosas de ayer y hoy.
Cinismo en la niebla
En la escena final de "Casablanca", Rick Blaine le pide a Ilsa Lund que se suba al avión que la alejará de él. Parece el sublime acto de generosidad de un hombre dispuesto a renunciar al amor de una mujer hermosa para no interferir en sus relaciones matrimoniales ni perjudicar el apoyo que ella le presta a su marido en la lucha por una causa patriótica. ¿Lo es realmente? ¿Se trata de un sublime y doloroso acto de desprendimiento? ¿No será tal vez la cruel venganza de Rick por haber sido antes abandonado por ella cuando vivían en París la dulzura sentimental de lo que empieza? ¿No habrán fermentado hasta el rencor los agridulces recuerdos del enigmático americano?
Por más veces que revise la vieja película de Curtiz, no acabo de creer que Rick siga enamorado de Ilsa, ni que a ella en su reencuentro con él le interese otra cosa que no sea conseguir los salvoconductos para ponerse a salvo de los nazis al lado de su marido. Años atrás el humo de un tren los había separado en París y al final de la película es la niebla del aeropuerto de Casablanca lo que vuelve a distanciarlos. Una mujer enamorada jamás habría tomado ese avión, ni un hombre que sintiese lo mismo se habría quedado cruzado de brazos. Ilsa insiste en quedarse en Casablanca, pero lo hace seguramente a sabiendas de que la resistencia de Rick a que se quede le servirá de pretexto para aparentar un dolor y una resignación que en el fondo no siente. Él lo sabe desde la decepcionante experiencia parisina y oculta con algunas frases falsamente sentimentales su deseo de que ella se suba aquel maldito avión antes que la niebla espese y frustre el despegue. En medio de un falso dramatismo, ella esconde su egoísmo y él disimula su rencor. En la famosa escena nocturna en el aeropuerto, una de las más hermosas del cine, realmente solo es sincera la niebla. Puede que una despedida así sea decepcionante para los amantes de los finales felices, pero lo cierto es que el distanciamiento a última hora de Ilsa y Rick es lo que hace de "Casablanca" una película realmente hermosa gracias precisamente a esa conclusión en apariencia tan desalentadora. Rick es un cínico y sabe por experiencia propia que el amor raras veces sobrevive a la rutina de la felicidad y que al cabo de algunos meses, tal vez unos pocos años, a él le molestará llevar tanto tiempo encima el maldito pijama de rayas y a ella la doméstica comodidad del amor se le volverá grasa en la cintura. Lo que cuenta para él es el recuerdo de los buenos momentos de París, los días benévolos bajo la lluvia y aquellos besos de Ilsa en los que ni siquiera había un resquicio para enfriar la saliva. Se estaban conociendo y compartían la esperanza, el aliento y los martinis. Ya no sería lo mismo a partir de su reencuentro en el café de Rick. La Ilsa romántica de París se ha convertido en una mujer falsamente conmemorativa que lo que pretende es que Rick Blaine se conmueva con la efeméride de los agradables días que precedieron al humo del tren. Aunque dice volver por sus besos, en realidad lo que ella espera de Rick no es el anillo de boda, sino un salvoconducto para su marido. Por la sangre ofimática de Ilsa corre ahora el inconfundible ruido del papeleo. Cínico pero caballeroso, Rick le resuelve la papeleta y se la quita de encima con exquisita elegancia, sin forzar la situación, insistiendo lo justo para que ella encuentre en las frases de su antiguo amante la excusa pecfecta que le permita subirse sin remordimientos al dichoso avión.
Hay quien cree que la película habría salido ganando con una escena complementaria en la que Ilsa reapareciese entre la niebla mientras el avión despega sin ella. Al guionista no le habría costado mucho dar con unas cuantas frases para que Rick demostrase lo feliz que le hace la inesperada decisión final de su chica, pero yo creo que cualquier añadido desvirtuaría el verdadero carácter de los personajes: El de ella, porque una mujer como Ilsa Lund es incapaz de estropear el sombrero y arriesgarse a un catarro por culpa de volverse atrás con tanta niebla; y el de Rick, no nos engañemos, porque cada vez que veo "Casablanca" tengo más claro que lo que él espera realmente es que el avión se estrelle al despegar. Así son en realidad los tipos como el protagonista de "Casablanca". Suena duro, tal vez incluso cruel, pero lo cierto es que si un tipo como Rick Blaine no puede conseguir el amor desinteresado y sincero de una chica como Ilsa Lund, no le importará en absoluto conformarse con el privilegio de identificar su cadáver.
Por más veces que revise la vieja película de Curtiz, no acabo de creer que Rick siga enamorado de Ilsa, ni que a ella en su reencuentro con él le interese otra cosa que no sea conseguir los salvoconductos para ponerse a salvo de los nazis al lado de su marido. Años atrás el humo de un tren los había separado en París y al final de la película es la niebla del aeropuerto de Casablanca lo que vuelve a distanciarlos. Una mujer enamorada jamás habría tomado ese avión, ni un hombre que sintiese lo mismo se habría quedado cruzado de brazos. Ilsa insiste en quedarse en Casablanca, pero lo hace seguramente a sabiendas de que la resistencia de Rick a que se quede le servirá de pretexto para aparentar un dolor y una resignación que en el fondo no siente. Él lo sabe desde la decepcionante experiencia parisina y oculta con algunas frases falsamente sentimentales su deseo de que ella se suba aquel maldito avión antes que la niebla espese y frustre el despegue. En medio de un falso dramatismo, ella esconde su egoísmo y él disimula su rencor. En la famosa escena nocturna en el aeropuerto, una de las más hermosas del cine, realmente solo es sincera la niebla. Puede que una despedida así sea decepcionante para los amantes de los finales felices, pero lo cierto es que el distanciamiento a última hora de Ilsa y Rick es lo que hace de "Casablanca" una película realmente hermosa gracias precisamente a esa conclusión en apariencia tan desalentadora. Rick es un cínico y sabe por experiencia propia que el amor raras veces sobrevive a la rutina de la felicidad y que al cabo de algunos meses, tal vez unos pocos años, a él le molestará llevar tanto tiempo encima el maldito pijama de rayas y a ella la doméstica comodidad del amor se le volverá grasa en la cintura. Lo que cuenta para él es el recuerdo de los buenos momentos de París, los días benévolos bajo la lluvia y aquellos besos de Ilsa en los que ni siquiera había un resquicio para enfriar la saliva. Se estaban conociendo y compartían la esperanza, el aliento y los martinis. Ya no sería lo mismo a partir de su reencuentro en el café de Rick. La Ilsa romántica de París se ha convertido en una mujer falsamente conmemorativa que lo que pretende es que Rick Blaine se conmueva con la efeméride de los agradables días que precedieron al humo del tren. Aunque dice volver por sus besos, en realidad lo que ella espera de Rick no es el anillo de boda, sino un salvoconducto para su marido. Por la sangre ofimática de Ilsa corre ahora el inconfundible ruido del papeleo. Cínico pero caballeroso, Rick le resuelve la papeleta y se la quita de encima con exquisita elegancia, sin forzar la situación, insistiendo lo justo para que ella encuentre en las frases de su antiguo amante la excusa pecfecta que le permita subirse sin remordimientos al dichoso avión.
Hay quien cree que la película habría salido ganando con una escena complementaria en la que Ilsa reapareciese entre la niebla mientras el avión despega sin ella. Al guionista no le habría costado mucho dar con unas cuantas frases para que Rick demostrase lo feliz que le hace la inesperada decisión final de su chica, pero yo creo que cualquier añadido desvirtuaría el verdadero carácter de los personajes: El de ella, porque una mujer como Ilsa Lund es incapaz de estropear el sombrero y arriesgarse a un catarro por culpa de volverse atrás con tanta niebla; y el de Rick, no nos engañemos, porque cada vez que veo "Casablanca" tengo más claro que lo que él espera realmente es que el avión se estrelle al despegar. Así son en realidad los tipos como el protagonista de "Casablanca". Suena duro, tal vez incluso cruel, pero lo cierto es que si un tipo como Rick Blaine no puede conseguir el amor desinteresado y sincero de una chica como Ilsa Lund, no le importará en absoluto conformarse con el privilegio de identificar su cadáver.
sábado, 24 de abril de 2010
Piernas de marioneta
En la lona piernas de marioneta. La factura de resistir [...]. Al bajar los puños a las caderas perdió el combate...
Nudillos de perdedor
Me he batido el cobre con mi propia sombra y he perdido. Caí en aquel rincón en que una noche desnudé por ella una canción. Se vistieron mis nudillos de cansado perdedor. Yací por su culpa alcoholizado.
Nada es igual desde que no me asomo a su balcón. Todo lo he perdido. Nada me queda. El único recuerdo que guardo de sus labios es el replique de aquel timbre. Números rojos en la cuenta del banco del olvido.
A la resignación llamo, buscando un punto y seguido. La incomprensión contesta veloz y rauda. Me traiciona y torna mi gravedad en coma. Lo hace a mi primer descuido, como ya antes hicieran otras. ¿Otra vez del cuadrilátero barrido?
Convirtió nuestro mañana incierto en un equívoco. Me miró de usted y me noqueó con un tajante adiós. Atravesó mi corazón con un atajo, y con otro de la mano. Jodida ramera, ¿por qué acabaste con un simple adiós?
Arrancó a mordiscos el polvo de mi lona al cerrar la puerta. Me repuse antes de la cuenta y me asomé por la ventana. Lancé instintivamente la toalla con la que me acababa de secar. ¿Por ése te vas?
Hubiera preferido que se hubiese despedido dejando en mi barra el carmín de sus labios, pero no… Escogió otros besos con los que engordar sin darme tiempo a reaccionar. Arrojó a un contenedor mi suciedad. Y con ella, mi corazón.
Permanezco invicto desde aquello sobre un ring. Sueño con la cara de aquel tipo y pego como un ex convicto, pero lo peor viene cuando seco mi sudor. Entonces pienso en aquello y golpeo la pared como si fuese mi rival aquel bastardo.
El después ya lo conoces. Mi vergüenza torera me convierte en boxeador alcohólico. Y todo por una mujer. Aquella llamada al timbre suena en mi cabeza como la campana que anuncia la derrota de la vida ante la muerte.
No quise guardar de ella otro recuerdo. Me deshice de sus cosas. La toalla no la recuperé. Su lugar en mi memoria lo ocupa, a modo de anestesia, un gran reserva del noventa y seis, pero así yo lo prefiero.
Sólo me queda de sus labios aquel timbre. Salvo la cara de aquel tipo, todo lo demás ya lo he olvidado. De intentar no recordarlo me he cansado. Mi propia sombra me ha ganado.
Ahora yo sobre la lona por KO siempre lo hago. Poco importa si cuando seco mi sudor viene a mi memoria aquel adiós. Poco importa ya si, aunque siempre gano, cuando seco mi sudor vuelven mis nudillos a ser de perdedor…
Nada es igual desde que no me asomo a su balcón. Todo lo he perdido. Nada me queda. El único recuerdo que guardo de sus labios es el replique de aquel timbre. Números rojos en la cuenta del banco del olvido.
A la resignación llamo, buscando un punto y seguido. La incomprensión contesta veloz y rauda. Me traiciona y torna mi gravedad en coma. Lo hace a mi primer descuido, como ya antes hicieran otras. ¿Otra vez del cuadrilátero barrido?
Convirtió nuestro mañana incierto en un equívoco. Me miró de usted y me noqueó con un tajante adiós. Atravesó mi corazón con un atajo, y con otro de la mano. Jodida ramera, ¿por qué acabaste con un simple adiós?
Arrancó a mordiscos el polvo de mi lona al cerrar la puerta. Me repuse antes de la cuenta y me asomé por la ventana. Lancé instintivamente la toalla con la que me acababa de secar. ¿Por ése te vas?
Hubiera preferido que se hubiese despedido dejando en mi barra el carmín de sus labios, pero no… Escogió otros besos con los que engordar sin darme tiempo a reaccionar. Arrojó a un contenedor mi suciedad. Y con ella, mi corazón.
Permanezco invicto desde aquello sobre un ring. Sueño con la cara de aquel tipo y pego como un ex convicto, pero lo peor viene cuando seco mi sudor. Entonces pienso en aquello y golpeo la pared como si fuese mi rival aquel bastardo.
El después ya lo conoces. Mi vergüenza torera me convierte en boxeador alcohólico. Y todo por una mujer. Aquella llamada al timbre suena en mi cabeza como la campana que anuncia la derrota de la vida ante la muerte.
No quise guardar de ella otro recuerdo. Me deshice de sus cosas. La toalla no la recuperé. Su lugar en mi memoria lo ocupa, a modo de anestesia, un gran reserva del noventa y seis, pero así yo lo prefiero.
Sólo me queda de sus labios aquel timbre. Salvo la cara de aquel tipo, todo lo demás ya lo he olvidado. De intentar no recordarlo me he cansado. Mi propia sombra me ha ganado.
Ahora yo sobre la lona por KO siempre lo hago. Poco importa si cuando seco mi sudor viene a mi memoria aquel adiós. Poco importa ya si, aunque siempre gano, cuando seco mi sudor vuelven mis nudillos a ser de perdedor…
martes, 20 de abril de 2010
Veinte de abril, malos tiempos para la blanquivioleta...
Cuentan las malas lenguas que veinte años después de aquella, Jesús Cifuentes se ha cansado de esperar respuesta de la fría pucelana a la que iba su letra dirigida. Bastante paciencia ha tenido, pensarán. Pues sí. Yo no hubiera aguantado tanto.
Los lugareños cuya adolescencia o madurez transcurriese en los principios de los noventa recordarán mejor que el pipiolo que les escribe que la letra decía algo así como ya no queda casi nadie de los de antes, y los que hay, han cambiado…
Llegados a este punto, más de uno habrá pensado en lo poco original que resulta hablar hoy del grupo vallisoletano y su canción. No obstante, ¿puede alguien presumir en tal día como hoy de por lo menos no haberla tarareado?
Cuando he hecho referencia a ella, seguro que todos han caído. Y quien diga que no, miente. Por el contrario, no lo ha hecho nunca la letra de Cifu y sus chicos, y hoy sigue sin hacerlo.
Seguro que más de uno y de dos han creído alguna vez que estaba escrita para aquella ocasión en que su mejor amigo dejó el grupo por la chica guapa de turno, o que en su siguiente concierto la pieza le sería dedicada por haber sido capaz de soportar que aquella chica tan maja y encantadora se reencargase en pija una vez licenciada en burrología y letras.
Les confieso que incluso yo he pensado mucho en ello, con una diferencia. Uno, que es un enfermo del fútbol, no deja de pensar hoy en que la canción va como anillo al dedo de nuestro Real Valladolid. Porque, díganme, ¿qué nos queda de aquel ascenso en Tenerife fraguado hace tres años?
Apenas unos pocos de los actuales jugadores vivieron aquel hito. Y los que siguen vistiendo la blanca y violeta, vaya si han cambiado. Igual que aquella chica del noventa debe ser hoy un adefesio, para ellos el tiempo no ha pasado en valde. El rendimiento, como el físico, ha ido en deterioro.
Pero no querría uno quedarse anclado en el noventa y en cómo los designios del tiempo han tratado a los que otrora fueron héroes. Como uno no lleva demasiado en la ciudad, inexorablemente ha de hablar de lo que conoce. De los gallegos.
Por eso les invito a que cojan su máquina del tiempo y escriban en su pizarra “Vigo – 1983”. Cuando lleguen, aparecerán en el local de ensayo de Golpes Bajos, un grupo local cuya letra más recordada sería la que hablaba de los malos tiempos para la lírica.
Me gustaría que aquellos que no se sintieron especialmente aludidos con la anterior canción pensasen ahora en esa premisa. ¿Se ajusta o no con la situación actual de nuestro Real Valladolid? Si los pocos nos quedan de aquel reverdecimiento de laureles en las islas hace tres campañas han sido castigados por el tiempo, piensen en nuestra situación actual.
Tres entrenadores en una temporada, una dirección deportiva inoperante y/o incompetente, un presidente superado por todo lo que le rodea, unos jugadores apartados o en la picota por excederse en sus hábitos fuera del verde, otros inexpertos o por debajo del rendimiento presupuesto…
Esta semana, la del veinte de abril, el Valladolid se la juega en El Molinón. Corren malos tiempos para la blanquivioleta. Toca ganar o morir. Como ambas canciones, atrás queda nuestra gloria…
Los lugareños cuya adolescencia o madurez transcurriese en los principios de los noventa recordarán mejor que el pipiolo que les escribe que la letra decía algo así como ya no queda casi nadie de los de antes, y los que hay, han cambiado…
Llegados a este punto, más de uno habrá pensado en lo poco original que resulta hablar hoy del grupo vallisoletano y su canción. No obstante, ¿puede alguien presumir en tal día como hoy de por lo menos no haberla tarareado?
Cuando he hecho referencia a ella, seguro que todos han caído. Y quien diga que no, miente. Por el contrario, no lo ha hecho nunca la letra de Cifu y sus chicos, y hoy sigue sin hacerlo.
Seguro que más de uno y de dos han creído alguna vez que estaba escrita para aquella ocasión en que su mejor amigo dejó el grupo por la chica guapa de turno, o que en su siguiente concierto la pieza le sería dedicada por haber sido capaz de soportar que aquella chica tan maja y encantadora se reencargase en pija una vez licenciada en burrología y letras.
Les confieso que incluso yo he pensado mucho en ello, con una diferencia. Uno, que es un enfermo del fútbol, no deja de pensar hoy en que la canción va como anillo al dedo de nuestro Real Valladolid. Porque, díganme, ¿qué nos queda de aquel ascenso en Tenerife fraguado hace tres años?
Apenas unos pocos de los actuales jugadores vivieron aquel hito. Y los que siguen vistiendo la blanca y violeta, vaya si han cambiado. Igual que aquella chica del noventa debe ser hoy un adefesio, para ellos el tiempo no ha pasado en valde. El rendimiento, como el físico, ha ido en deterioro.
Pero no querría uno quedarse anclado en el noventa y en cómo los designios del tiempo han tratado a los que otrora fueron héroes. Como uno no lleva demasiado en la ciudad, inexorablemente ha de hablar de lo que conoce. De los gallegos.
Por eso les invito a que cojan su máquina del tiempo y escriban en su pizarra “Vigo – 1983”. Cuando lleguen, aparecerán en el local de ensayo de Golpes Bajos, un grupo local cuya letra más recordada sería la que hablaba de los malos tiempos para la lírica.
Me gustaría que aquellos que no se sintieron especialmente aludidos con la anterior canción pensasen ahora en esa premisa. ¿Se ajusta o no con la situación actual de nuestro Real Valladolid? Si los pocos nos quedan de aquel reverdecimiento de laureles en las islas hace tres campañas han sido castigados por el tiempo, piensen en nuestra situación actual.
Tres entrenadores en una temporada, una dirección deportiva inoperante y/o incompetente, un presidente superado por todo lo que le rodea, unos jugadores apartados o en la picota por excederse en sus hábitos fuera del verde, otros inexpertos o por debajo del rendimiento presupuesto…
Esta semana, la del veinte de abril, el Valladolid se la juega en El Molinón. Corren malos tiempos para la blanquivioleta. Toca ganar o morir. Como ambas canciones, atrás queda nuestra gloria…
sábado, 3 de abril de 2010
Fix you
Hay quien llama destino a esa sinrazón que en un determinado momento sobreviene y se deshace de un amor. Y hay quien, como yo, no cree en el sino, pero sí ha vivido algún que otro desamor como para identificarse con lo que Leyre nos cuenta.
A ti, que cuando experimentas una desazón me permites estar cerca. Si me dejas que así siga, te prometo que en todo momento
"I will try to fix you".
A ti, que cuando experimentas una desazón me permites estar cerca. Si me dejas que así siga, te prometo que en todo momento
"I will try to fix you".
Hay quien lo llama destino
Lo nuestro fueron quince minutos de lluvia en Móstoles y un par de sudores con los que calentar la sopa fría. Algo esporádico. Inesperado. Casi insignificante fue aquella unión que nos llevó a soñar el uno con el otro. Y a la postre, algo doloroso.
Amigo. Confidente. Simplemente él. Aquel que sigue cantando para bingo aunque una decida colocarse en primera línea de fuego. Amigo. Confidente. Simplemente él. Aquel por el que valió la pena buscar el cuerpo a cuerpo saliendo de trincheras.
Pero en toda guerra hay víctimas, y toda guerra toca en algún momento a su fin. Incluso las de los sentimientos. Hay quien llama destino a lo que a nosotros sobrevino. Cruel y despiadado sino el que se lo llevó de mi lado.
Lo nuestro acabó, y de todo aquello sólo quedan hoy un par de medias mojadas y dos boletos cuyo premio es la no consolación. A cuatro metros bajo tierra sentí tomar el sol, un sol bajo el cual día a día sentía una desazón tal como si alguien estuviese tratando de acabar conmigo a base de pellizcos.
Días. Semanas. Meses. Toda una vida compartida hasta aquella triste despedida. ¿Qué dejó de funcionar? Cartas. Notas. Corazones de un papel hoy sesgado por tijera y desamor, precedieron aquel instante en que me creí condenada.
Recuerdo aquellas noches en que oíamos en el pecho del otro los tambores sordos de algo que creíamos era amor. Sin temor a equivocarme, puedo decir que nos queríamos. Éramos uno debilidad de otro. Cada cual se equilibraba con su otra mitad. Aquello era especial… pero todo parece tener un fin, y el nuestro de pronto llegó.
Desconfianza, error y arrepentimiento; venganza, frialdad y miedo; permitieron el triunfo de un adiós. Atrás quedaron ingentes recuerdos. Fotos y canciones en cantidades industriales. Pero, pese a la revolución, algo en el corazón quedó que mar adentro la marea no llevó.
Y es que todavía hoy cuando imagino nuestras almas vagando por una playa plagada de recuerdos. Todavía hoy cuando pienso, pienso que yo solo era con él, y él sólo era conmigo. Todavía hoy cuando sueño, puedo escuchar nuestras voces jurando amor eterno. En secreto. En silencio.
Hay quien llama destino a lo que a nosotros sobrevino. Maldito y cruel sino el de aquel que teniendo un cariño tal, acaba sufriendo tanto mal como el que hoy yo padezco cuando recuerdo cuánto quiero. En secreto. En silencio.
Amigo. Confidente. Simplemente él. Aquel que sigue cantando para bingo aunque una decida colocarse en primera línea de fuego. Amigo. Confidente. Simplemente él. Aquel por el que valió la pena buscar el cuerpo a cuerpo saliendo de trincheras.
Pero en toda guerra hay víctimas, y toda guerra toca en algún momento a su fin. Incluso las de los sentimientos. Hay quien llama destino a lo que a nosotros sobrevino. Cruel y despiadado sino el que se lo llevó de mi lado.
Lo nuestro acabó, y de todo aquello sólo quedan hoy un par de medias mojadas y dos boletos cuyo premio es la no consolación. A cuatro metros bajo tierra sentí tomar el sol, un sol bajo el cual día a día sentía una desazón tal como si alguien estuviese tratando de acabar conmigo a base de pellizcos.
Días. Semanas. Meses. Toda una vida compartida hasta aquella triste despedida. ¿Qué dejó de funcionar? Cartas. Notas. Corazones de un papel hoy sesgado por tijera y desamor, precedieron aquel instante en que me creí condenada.
Recuerdo aquellas noches en que oíamos en el pecho del otro los tambores sordos de algo que creíamos era amor. Sin temor a equivocarme, puedo decir que nos queríamos. Éramos uno debilidad de otro. Cada cual se equilibraba con su otra mitad. Aquello era especial… pero todo parece tener un fin, y el nuestro de pronto llegó.
Desconfianza, error y arrepentimiento; venganza, frialdad y miedo; permitieron el triunfo de un adiós. Atrás quedaron ingentes recuerdos. Fotos y canciones en cantidades industriales. Pero, pese a la revolución, algo en el corazón quedó que mar adentro la marea no llevó.
Y es que todavía hoy cuando imagino nuestras almas vagando por una playa plagada de recuerdos. Todavía hoy cuando pienso, pienso que yo solo era con él, y él sólo era conmigo. Todavía hoy cuando sueño, puedo escuchar nuestras voces jurando amor eterno. En secreto. En silencio.
Hay quien llama destino a lo que a nosotros sobrevino. Maldito y cruel sino el de aquel que teniendo un cariño tal, acaba sufriendo tanto mal como el que hoy yo padezco cuando recuerdo cuánto quiero. En secreto. En silencio.
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Jesús Domínguez,
La Lola's Club
Balada del desarraigado
Son varias las ocasiones en que en los últimos tiempos el maestro Alvite ha servido para iluminar mi camino mejor de lo que cualquiera lo haría. Esta vez, con una "Balada del desarraigado" bajo el brazo.
El aviador del hospicio
Es cierto que cada ser humano tiene una sola madre biológica y es indiscutible el eterno tirón de la sangre, pero que yo recuerde, he sido un niño con poco sentido umbilical, un crío que se desentendía de los abrazos de su madre, un fugitivo que en las fotos de familia salía siempre retratado con la indiferente tristeza de un rehén. A veces me soltaba de la mano de mi madre durante el paseo camino del parque y corría hasta el hospicio para ver a todos aquellos chiquillos ruidosos, tristes y expósitos, arrastrado hasta allí por la extraña sensación de que mi verdadero sitio estaba entre ellos. Jamás pude explicarme aquella amarga propensión a la orfandad, pero lo cierto es que otras veces me escapaba hasta el río Sar y entraba desnudo en aquellas aguas puerperales y caldosas en las que acababan de enfriar sus vaginas las yeguas de los soldados. De niño me he perdido unas cuantas veces por la ciudad y casi sin darme cuenta le he dado la mano a la primera mujer que pasaba, como si fuese un genérico hijo en tránsito. No sé si me gustaría saber por qué hacía aquello, pero lo cierto es que no le encuentro sentido a que me incomodase regresar a un hogar cálido y confortable en el que incluso me amaba el gato. Con el paso de los años no hizo sino crecer en mí la tentación por la independencia, sin importarme que fuese la misma que la tentación de la más estricta y dolorosa soledad. Todavía a veces presiento en el agua del lavabo el placer expósito y transeúnte que me producía de niño aquel río ventral y caldoso al que debo la inenarrable sensación de haber recibido entre las piernas la tibia pomada labial de las vulvas de las yeguas. De aquella lejana evitación de la familia me viene seguramente mi costumbre de viajar rodeando las ciudades, probablemente porque aún ahora, como cuando era sólo un niño, por mi costumbre de escapar sólo le encuentro algún sentido a las ciudades de cuyas calles sepa con absoluta seguridad que jamás pasarán algún día por la mía. El río Sar baja ahora un poco sucio y algo escaso, pero, ¿sabes?, a veces me detengo a mirarlo y aún creo posible recorrerlo volando entre sus aguas en un aeroplano con las alas de tela, como un aviador que si falleciese en el cielo amniótico de su infancia sólo pondría de luto a los niños muertos de aquel hospicio.
miércoles, 31 de marzo de 2010
Entre mis recuerdos
Se me antojaba inevitable que volviera a aparecer el fútbol en el rincón de nuevo esta vez, dada la literalidad de parte de mi último artículo de opinión.
Por ser también algo poco habitual, se me antoja también nuevamente difícil adjuntarle cualquier canción, aunque bien podría ser ésta la que de fondo sonase, por ejemplo.
Por ser también algo poco habitual, se me antoja también nuevamente difícil adjuntarle cualquier canción, aunque bien podría ser ésta la que de fondo sonase, por ejemplo.
Los padres del descenso
Aún recuerdo las palabras de aquel maldito niño. Los Reyes Magos no existen, son los padres, dijo en los días previos a las vacaciones de navidad. Era algo mayor que yo, pero no me dolió en prendas enfrentarme a él.
Unos días más tarde, el mismo maldito niño dijo a un ilusionado párvulo que aquellas cien pesetas no habían sido fruto de ningún intercambio con un roedor. El Ratoncito Pérez no existe, son los padres, aseveró.
Sus puños volvieron a intercambiar pareceres con mis incisivos. Uno de ellos, ya medio suelto, se suicidó. El grandullón recibió su castigo. Yo veinte duros como compensación de parte de un ratón.
Tres sobres de cromos y unas chuches dieron buena cuenta de lo que pudo haber sido una demanda a la que luego habría de añadirse otra a la televisión. Yo no sabía qué era aquello de ser gay, pero estaba seguro que Ricky Martin no podía serlo.
No se me había todavía agudizado el oído musical, y era su disco el primero que aspiraba a recibir en mi corta vida. Se lo había pedido a Baltasar. En medio de la noche me levanté a miccionar y, ¡horror!, allí estaba mi madre, colocando los regalos bajo el árbol.
Intentó convencerme de que había sido cosa del desorden real, pero no lo logró. Todavía estaban intactos el vino y el turrón. Recordé a mi agresor. ¡Tenía razón! Pero, ¿y el ratón? Mi madre confesó. Y yo lloré. ¿El regalo? El dichoso cd que había pedido.
Ha pasado tiempo y aquel rumor tan extendido ha sido confirmado. El propio cantante lo ha hecho. Ha salido de ese armario en que uno desearía encerrar juntos al ratón, a los Reyes y al fantasma del descenso.
Hoy éste sobrevuela sin remedio sobre el José Zorrilla, como ave que percibe desde el cielo el nauseabundo olor de quien navega a la deriva. Porque así navega hoy el Real Valladolid; mientras Carlos Suárez se empeña en repetir que el descenso no existe, son los padres.
Hace tiempo algunos venimos barruntando el hundimiento. Alarmistas, nos decían unos. Oportunistas, clamaban otros. Y todo por ir más allá del dudoso rendimiento de jugadores como Haris, Manucho, Nauzet o Pelé. Todo por hablar de su escasa profesionalidad.
Las cuatro multas posteriores al encuentro ante el Atlético de Madrid nos abrieron los ojos. Nos vimos reflejados en aquel niño que perdió un incisivo una. Aquel partido fue, como el día que encontramos a mamá colocando los regalos bajo el árbol, el principio del fin de una ilusión.
Como si del matón del cole se tratase, fue Mendilibar el puesto de cara a la pared. Ahora, pasado el tiempo, se demuestra que en sus aseveraciones y decisiones no le faltaba un ápice de razón. Como la tuvo también aquel que en su día me dio pa’l pelo.
El día de autos, mis compañeros se pusieron de parte del más fuerte. También pasó con el de Zaldibar. La plantilla podía más, y la directiva permitió que se rompiese la cuerda por el lado del más débil. Y lo que es peor, la tormenta amenaza cobrarse una segunda víctima, en la figura de otro entrenador-carnaza.
En el caso que nos atañe, no fue la directiva la única que miró hacia otro lado. El gremio no quiso ganarse la fama de acusica ni dejar de molar al más popular del cole. Ni cuando varios jugadores se excedieron en la celebración de una derrota, ni cuando Mendilibar fue largado con viento fresco.
Como los que estaban en el patio aquel recreo, miraban inquisidores al matón y comentaban en pequeños corros, pero optaban por reírles las gracias, no se fueran a mosquear, cuan pelota de diez años.
Tras la derrota ante el Xerez, en cambio, todo parece haber cambiado. Recuerden, señores, al gran Sabina. Ahora es demasiado tarde, princesa, cantaba en una de sus canciones menos canalla que lo que pueden ser considerados parte de los que visten la violeta y blanca.
Porque ese es el menor calificativo que se puede dedicar a la gran parte de nuestra plantilla, canalla. Y desvergonzada. ¿O acaso no es verdad que hasta la lesión de uno y la suplencia de otro, dos chicos de diecinueve y dieciocho años venían sacando los colores a gente en teoría más preparada?
Pocos se salvan de la quema. Muchos decepcionan. Y los que no lo hacen, a buen seguro se verán recompensados con su salida a otro primera, cuando aquellos a los que los intereses del club no importa nada logren lo que parecen haberse propuesto, engrosar sus currículos con un descenso y mala fama.
Les importe el club o no, ese es un estigma que se llevarán cuando de aquí se vayan, y es por salir con un expediente limpio por lo que deberían luchar. Oportunidades para redimirse de sobra han tenido. Y, como un delincuente enfermo, en su lugar han reincidido.
Pero, ahora que estamos en época de pasión, no debemos olvidar aquello de quien esté libre de todo pecado que tire la primera piedra. Absténganse pues, como de hecho lo hacen, los señores Olabe y Suárez.
El uno ha fracasado en su política de renovación de la plantilla, a la cual él mismo reconoció no haber visto en el enésimo ridículo de la temporada. El otro, tropieza de nuevo con una pasmosa pasividad ante la indolencia que ya llevó al club que dirige a segunda división hace unos años.
Pero, vayamos más allá. ¿Acaso Roberto Olabe no tiene como adjunto a aquel que a su vez ha de ser nexo entre plantilla y organigrama técnico? ¿Por qué entonces la fractura en la plantilla, una vez extirpado el que para unos y otros era el mal? ¿Por qué Carlos Suárez extirpa el presunto problema, y sin embargo las cosas no marchan? ¿Por qué hace oídos sordos a los gritos de auxilio de Alberto Marcos, él, que ha vivido una situación similar en el pasado?
Al contrario de mi conflicto con aquel chico de un curso superior, señores, estas cosas no son ni mucho menos de niños. Estamos nada menos que hablando de un nuevo descenso, provocado una vez más por la pasividad de los que mandan y la indolencia de los que juegan.
Yo, créanme, quiero creer que como antaño, toparé con una realidad distinta de la que creo. Permítanme que lo ponga en duda. Me encantaría a final de temporada decir aquello de el descenso no existe, son los padres, pero…
Unos días más tarde, el mismo maldito niño dijo a un ilusionado párvulo que aquellas cien pesetas no habían sido fruto de ningún intercambio con un roedor. El Ratoncito Pérez no existe, son los padres, aseveró.
Sus puños volvieron a intercambiar pareceres con mis incisivos. Uno de ellos, ya medio suelto, se suicidó. El grandullón recibió su castigo. Yo veinte duros como compensación de parte de un ratón.
Tres sobres de cromos y unas chuches dieron buena cuenta de lo que pudo haber sido una demanda a la que luego habría de añadirse otra a la televisión. Yo no sabía qué era aquello de ser gay, pero estaba seguro que Ricky Martin no podía serlo.
No se me había todavía agudizado el oído musical, y era su disco el primero que aspiraba a recibir en mi corta vida. Se lo había pedido a Baltasar. En medio de la noche me levanté a miccionar y, ¡horror!, allí estaba mi madre, colocando los regalos bajo el árbol.
Intentó convencerme de que había sido cosa del desorden real, pero no lo logró. Todavía estaban intactos el vino y el turrón. Recordé a mi agresor. ¡Tenía razón! Pero, ¿y el ratón? Mi madre confesó. Y yo lloré. ¿El regalo? El dichoso cd que había pedido.
Ha pasado tiempo y aquel rumor tan extendido ha sido confirmado. El propio cantante lo ha hecho. Ha salido de ese armario en que uno desearía encerrar juntos al ratón, a los Reyes y al fantasma del descenso.
Hoy éste sobrevuela sin remedio sobre el José Zorrilla, como ave que percibe desde el cielo el nauseabundo olor de quien navega a la deriva. Porque así navega hoy el Real Valladolid; mientras Carlos Suárez se empeña en repetir que el descenso no existe, son los padres.
Hace tiempo algunos venimos barruntando el hundimiento. Alarmistas, nos decían unos. Oportunistas, clamaban otros. Y todo por ir más allá del dudoso rendimiento de jugadores como Haris, Manucho, Nauzet o Pelé. Todo por hablar de su escasa profesionalidad.
Las cuatro multas posteriores al encuentro ante el Atlético de Madrid nos abrieron los ojos. Nos vimos reflejados en aquel niño que perdió un incisivo una. Aquel partido fue, como el día que encontramos a mamá colocando los regalos bajo el árbol, el principio del fin de una ilusión.
Como si del matón del cole se tratase, fue Mendilibar el puesto de cara a la pared. Ahora, pasado el tiempo, se demuestra que en sus aseveraciones y decisiones no le faltaba un ápice de razón. Como la tuvo también aquel que en su día me dio pa’l pelo.
El día de autos, mis compañeros se pusieron de parte del más fuerte. También pasó con el de Zaldibar. La plantilla podía más, y la directiva permitió que se rompiese la cuerda por el lado del más débil. Y lo que es peor, la tormenta amenaza cobrarse una segunda víctima, en la figura de otro entrenador-carnaza.
En el caso que nos atañe, no fue la directiva la única que miró hacia otro lado. El gremio no quiso ganarse la fama de acusica ni dejar de molar al más popular del cole. Ni cuando varios jugadores se excedieron en la celebración de una derrota, ni cuando Mendilibar fue largado con viento fresco.
Como los que estaban en el patio aquel recreo, miraban inquisidores al matón y comentaban en pequeños corros, pero optaban por reírles las gracias, no se fueran a mosquear, cuan pelota de diez años.
Tras la derrota ante el Xerez, en cambio, todo parece haber cambiado. Recuerden, señores, al gran Sabina. Ahora es demasiado tarde, princesa, cantaba en una de sus canciones menos canalla que lo que pueden ser considerados parte de los que visten la violeta y blanca.
Porque ese es el menor calificativo que se puede dedicar a la gran parte de nuestra plantilla, canalla. Y desvergonzada. ¿O acaso no es verdad que hasta la lesión de uno y la suplencia de otro, dos chicos de diecinueve y dieciocho años venían sacando los colores a gente en teoría más preparada?
Pocos se salvan de la quema. Muchos decepcionan. Y los que no lo hacen, a buen seguro se verán recompensados con su salida a otro primera, cuando aquellos a los que los intereses del club no importa nada logren lo que parecen haberse propuesto, engrosar sus currículos con un descenso y mala fama.
Les importe el club o no, ese es un estigma que se llevarán cuando de aquí se vayan, y es por salir con un expediente limpio por lo que deberían luchar. Oportunidades para redimirse de sobra han tenido. Y, como un delincuente enfermo, en su lugar han reincidido.
Pero, ahora que estamos en época de pasión, no debemos olvidar aquello de quien esté libre de todo pecado que tire la primera piedra. Absténganse pues, como de hecho lo hacen, los señores Olabe y Suárez.
El uno ha fracasado en su política de renovación de la plantilla, a la cual él mismo reconoció no haber visto en el enésimo ridículo de la temporada. El otro, tropieza de nuevo con una pasmosa pasividad ante la indolencia que ya llevó al club que dirige a segunda división hace unos años.
Pero, vayamos más allá. ¿Acaso Roberto Olabe no tiene como adjunto a aquel que a su vez ha de ser nexo entre plantilla y organigrama técnico? ¿Por qué entonces la fractura en la plantilla, una vez extirpado el que para unos y otros era el mal? ¿Por qué Carlos Suárez extirpa el presunto problema, y sin embargo las cosas no marchan? ¿Por qué hace oídos sordos a los gritos de auxilio de Alberto Marcos, él, que ha vivido una situación similar en el pasado?
Al contrario de mi conflicto con aquel chico de un curso superior, señores, estas cosas no son ni mucho menos de niños. Estamos nada menos que hablando de un nuevo descenso, provocado una vez más por la pasividad de los que mandan y la indolencia de los que juegan.
Yo, créanme, quiero creer que como antaño, toparé con una realidad distinta de la que creo. Permítanme que lo ponga en duda. Me encantaría a final de temporada decir aquello de el descenso no existe, son los padres, pero…
lunes, 29 de marzo de 2010
Gone, play on
No hay nada como viajar en tren al compás de Russian Red como inspirarse. O quizá sí, pero esa es la fórmula que hoy yo he utilizado.
Ligero de equipaje
Viajo en tren por el mero placer de moverme a la velocidad de las vías. Disfruto de las nubes, que inquietas buscan el sendero por que camino con la leve cojera del vagón desde el que con ellas intercambio una sonrisa cómplice, casi de despedida, que incita a una voz femenina e impersonal a recitar aquellos besos que, como olvidados, atrás dejo en el espacio. En el tiempo.
Busco dos sueltos versos con que decir adiós a un par de estrofas carentes de sentimiento, mas cargadas de dolor. Huelen a raíl y piedras pequeñas, esas que un día se me atragantaron en el desayuno de la vida, en esa adolescencia en que los ojos me doblaban casi en edad.
Mis ojos esquivan una madurez sobrevenida. Por eso, supongo, disfruto cuando viajo en tren. Consumo kilómetros. Espero acabar con otros. A la par veo castillos, en cuyas mazmorras de buena gana encerraría personas. Mientras escribo, se tornan para mí de arena, fina como aquella de la playa en que un día fui imaginado.
Mis amigas de azules ojos señalan aquellos montes tras los que se esconden mis sueños. Mi caligrafía mejora con un alto en el camino, con el canal como testigo. Ancha es Castilla, y cuantiosos sus molinos, como cuantiosos son los monstruos que atrás hoy dejo en el camino. Sin pensar. Sin jamás dudar.
Qué pudo haber sido me pregunto cuando suena el teléfono del olvido. Hay cosas que es mejor enterrar, que dejar en la última estación. Ligero de equipaje con el mío extraviado, nunca reclamado. Perdido, como perdidos terminan siendo los abrazos de quien se reencuentra en el andén si no son luego bien abonados.
Por eso no suele ser bueno el barbecho cuando hay en juego sentimientos. El viento al final siempre recoge las heridas un día sembradas en forma de descuido. A quien las hace, el tiempo suele señalar un tren perdido. A quien las sufre, suele hacer ver en el siguiente una nueva opción para disfrutar, viajando una vez más ligero de equipaje.
Busco dos sueltos versos con que decir adiós a un par de estrofas carentes de sentimiento, mas cargadas de dolor. Huelen a raíl y piedras pequeñas, esas que un día se me atragantaron en el desayuno de la vida, en esa adolescencia en que los ojos me doblaban casi en edad.
Mis ojos esquivan una madurez sobrevenida. Por eso, supongo, disfruto cuando viajo en tren. Consumo kilómetros. Espero acabar con otros. A la par veo castillos, en cuyas mazmorras de buena gana encerraría personas. Mientras escribo, se tornan para mí de arena, fina como aquella de la playa en que un día fui imaginado.
Mis amigas de azules ojos señalan aquellos montes tras los que se esconden mis sueños. Mi caligrafía mejora con un alto en el camino, con el canal como testigo. Ancha es Castilla, y cuantiosos sus molinos, como cuantiosos son los monstruos que atrás hoy dejo en el camino. Sin pensar. Sin jamás dudar.
Qué pudo haber sido me pregunto cuando suena el teléfono del olvido. Hay cosas que es mejor enterrar, que dejar en la última estación. Ligero de equipaje con el mío extraviado, nunca reclamado. Perdido, como perdidos terminan siendo los abrazos de quien se reencuentra en el andén si no son luego bien abonados.
Por eso no suele ser bueno el barbecho cuando hay en juego sentimientos. El viento al final siempre recoge las heridas un día sembradas en forma de descuido. A quien las hace, el tiempo suele señalar un tren perdido. A quien las sufre, suele hacer ver en el siguiente una nueva opción para disfrutar, viajando una vez más ligero de equipaje.
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Jesús Domínguez,
La Lola's Club
sábado, 27 de marzo de 2010
Night and day
Frank Sinatra cantaba a la noche y al día, aunque verdaderamente vivía lo primero. Como el maestro.
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