lunes, 29 de marzo de 2010

Ligero de equipaje

Viajo en tren por el mero placer de moverme a la velocidad de las vías. Disfruto de las nubes, que inquietas buscan el sendero por que camino con la leve cojera del vagón desde el que con ellas intercambio una sonrisa cómplice, casi de despedida, que incita a una voz femenina e impersonal a recitar aquellos besos que, como olvidados, atrás dejo en el espacio. En el tiempo.

Busco dos sueltos versos con que decir adiós a un par de estrofas carentes de sentimiento, mas cargadas de dolor. Huelen a raíl y piedras pequeñas, esas que un día se me atragantaron en el desayuno de la vida, en esa adolescencia en que los ojos me doblaban casi en edad.

Mis ojos esquivan una madurez sobrevenida. Por eso, supongo, disfruto cuando viajo en tren. Consumo kilómetros. Espero acabar con otros. A la par veo castillos, en cuyas mazmorras de buena gana encerraría personas. Mientras escribo, se tornan para mí de arena, fina como aquella de la playa en que un día fui imaginado.

Mis amigas de azules ojos señalan aquellos montes tras los que se esconden mis sueños. Mi caligrafía mejora con un alto en el camino, con el canal como testigo. Ancha es Castilla, y cuantiosos sus molinos, como cuantiosos son los monstruos que atrás hoy dejo en el camino. Sin pensar. Sin jamás dudar.

Qué pudo haber sido me pregunto cuando suena el teléfono del olvido. Hay cosas que es mejor enterrar, que dejar en la última estación. Ligero de equipaje con el mío extraviado, nunca reclamado. Perdido, como perdidos terminan siendo los abrazos de quien se reencuentra en el andén si no son luego bien abonados.

Por eso no suele ser bueno el barbecho cuando hay en juego sentimientos. El viento al final siempre recoge las heridas un día sembradas en forma de descuido. A quien las hace, el tiempo suele señalar un tren perdido. A quien las sufre, suele hacer ver en el siguiente una nueva opción para disfrutar, viajando una vez más ligero de equipaje.

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