sábado, 3 de abril de 2010

El aviador del hospicio

Es cierto que cada ser humano tiene una sola madre biológica y es indiscutible el eterno tirón de la sangre, pero que yo recuerde, he sido un niño con poco sentido umbilical, un crío que se desentendía de los abrazos de su madre, un fugitivo que en las fotos de familia salía siempre retratado con la indiferente tristeza de un rehén. A veces me soltaba de la mano de mi madre durante el paseo camino del parque y corría hasta el hospicio para ver a todos aquellos chiquillos ruidosos, tristes y expósitos, arrastrado hasta allí por la extraña sensación de que mi verdadero sitio estaba entre ellos. Jamás pude explicarme aquella amarga propensión a la orfandad, pero lo cierto es que otras veces me escapaba hasta el río Sar y entraba desnudo en aquellas aguas puerperales y caldosas en las que acababan de enfriar sus vaginas las yeguas de los soldados. De niño me he perdido unas cuantas veces por la ciudad y casi sin darme cuenta le he dado la mano a la primera mujer que pasaba, como si fuese un genérico hijo en tránsito. No sé si me gustaría saber por qué hacía aquello, pero lo cierto es que no le encuentro sentido a que me incomodase regresar a un hogar cálido y confortable en el que incluso me amaba el gato. Con el paso de los años no hizo sino crecer en mí la tentación por la independencia, sin importarme que fuese la misma que la tentación de la más estricta y dolorosa soledad. Todavía a veces presiento en el agua del lavabo el placer expósito y transeúnte que me producía de niño aquel río ventral y caldoso al que debo la inenarrable sensación de haber recibido entre las piernas la tibia pomada labial de las vulvas de las yeguas. De aquella lejana evitación de la familia me viene seguramente mi costumbre de viajar rodeando las ciudades, probablemente porque aún ahora, como cuando era sólo un niño, por mi costumbre de escapar sólo le encuentro algún sentido a las ciudades de cuyas calles sepa con absoluta seguridad que jamás pasarán algún día por la mía. El río Sar baja ahora un poco sucio y algo escaso, pero, ¿sabes?, a veces me detengo a mirarlo y aún creo posible recorrerlo volando entre sus aguas en un aeroplano con las alas de tela, como un aviador que si falleciese en el cielo amniótico de su infancia sólo pondría de luto a los niños muertos de aquel hospicio.

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