martes, 20 de enero de 2009

No lo llames cambio, llámalo marioneta

Barack Obama jamás tendría sitio en un lugar como La Lola's Club. No es que corra riesgo de recibir el cariño de los tacos de billar y sus portadores, que también, sino que alguien como él jamás se rebajaría a tratar con gente que se ha quedado a medias en un curso a distancia para oligofrénicos aspirantes a terroristas.

Un hombre de su porte y carisma podría degustar un buen vino en cualquier vinoteca de Porto, pero nunca emborracharse a la hora de la eucaristía en un sitio como este. Y es que no hay en La Lola's Club un sólo arrastrado con apariencia de estrella del Savoy.
No es que Leyre pida currículo alguno para servir una copa de matarratas, ni tampoco que no pueda inspirar al pollo que tan bien cae a Al una buena historia. Simplemente, no es La Lola's un sitio de esos donde los personajes se ven en blanco y negro, sino que más bien un paraje sacado de alguna película de Almodóvar donde lo que prime no sea el rosa fucsia y mujeres al borde de un ataque de nervios.

Pese a esto, quizá sí tuviese sitio en el Savoy en alguna de las mesas cercanas al escenario. Mientras aquí los chicos del billar se extrañarían de ver como alguien de color pretende desafiarles en su juego, en el local de Ernie más de un tipo duro buscaría sitio junto a él para escuchar la historia por la que después le pegaría un tiro en el callejón.

Y es que es Barack Obama una de esas estrellas surgidas de la nada una familia mundana y humilde y cuya juventud estuvo cargada de sexo, drogas y rock'n roll. Sin embargo, algo cambió en él. Escuchó un día a su hermano negro Martin Luther King hablar de sus sueños, y empezó a soñar él también, recordando las historias que su padre contaba sobre Kenia.
Se dijo a sí mismo que alguien tan cosmopolita como él no podía ser un mediocre más, y empezó a cambiar su mundo, y a convertirse en eso por lo que hoy día en el Savoy sería condenado a muerte: Su ambición.

Como Frankie, empezó a ganarse el favor de gente cercana a JFK y a subir como la espuma en su vida. Empezó también, por esa ambición, a soñar con que el cambio fuese más allá de su fuero interno, hasta que consiguió hacer realidad ese sueño de ser el primer César negro del Imperio Norteamericano.
"El cambio ha llegado", dijo tras convertirse en Emperador mundial electo, aunque es aún hoy cuando toma posesión de tan preciado cargo.

Me dijo el otro día Al que hay mentes con olor a rancio que piensan que lo difícil era que no se produjese cambio alguno con respecto al reinado del mal del Monstruo de las galletas, ese a quién Iraq le confundieron recientemente con nuestro presidente cuando le dijeron eso de "zapatero, a mis zapatos". Mentes rancias, decía, no ya por restar mérito futuro a alguien en plena senectud, sino a una mujer o un negro. Raro es que esas mentes no estén todavía jugando con los chicos del billar, o que no hayan yacido aún en el callejón.

Y es que en el Savoy no importa el sexo ni el color, sino lo amargo de tu historia personal, y es esa amargura lo que hoy día salva a Obama de dormir en pijama de pino. No ya esa amargura pasada, sino la amargura que, como el cambio, está aún por venir.

Comentaba el otro día con John que, lo crea él o no, las cartas están ya sobre la mesa, y difícil es cambiar el sentido del juego. "En estos tiempos del sálvese quién pueda, el único cambio posible es el del nombre de aquel que por el sistema es manejado. Ayer era Bush, hoy será Obama", añadió. Según él, poco importa que la película sea en blanco y negro o a color. Lo realmente importante es el argumento.

Dejando Guantánamo de lado, en el fondo no le falta razón. El cambio vendrá cuando los intereses muevan los hilos para que la marioneta actúe en un distinto sentido. Ayer era Bush, hoy será Obama, y yo mañana me levantaré siendo el mismo.
¿Cambio? Quizá, pero nunca antes de que la marioneta se dé cuenta de los hilos que de su cabeza penden. Para entonces será ya demasiado tarde, tanto, que Barack se habrá ganado el favor de los tipos duros del Savoy. Será entonces cuando realmente se produzca el cambio, de condenado a morir en el callejón, a condenado a beber en el Savoy.

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