martes, 22 de septiembre de 2009

"Su cariño, gracias"

Lo reconozco. Quizá no sea la más guapa del mundo. Sí estoy seguro, sin embargo, de que es más guapa que cualquiera. Y también más fiera. Al menos lo es más que cualquier otra de las que en este local de mala muerte entran.

No me mires así. No tienes más que mirar a tu alrededor. Una divina corista, una camarera enamorada y una serie de especímenes a caballo entre un orangután hembra y la hembra de un pollo. ¿Crees que alguna cabalgaría sobre tu miembro con la soltura que ella lo hizo sobre mi noble corcel?

No creo, tampoco, que ninguna mujer de las que aquí entran sea tan deportista. Ya, ya sé que el chándal no le debe sentar la mitad de bien que a Luis Aragonés, pero también a ella le gusta ganar, ganar, ganar y volver a ganar. No es que conmigo haya dejado los tacones por los tacos, o no al menos por los que se calzan. No. Conmigo, los tacos salían de su boca, y las botas nos las poníamos llamando sin parar a un teléfono que empieza por sesenta y nueve.

Le encanta el deporte, te decía, porque practicándolo estuvimos toda la noche. Sí, sí. No me mires así. ¿Acaso no sabes que es el sexo el único que no se detiene por falta de luz?
Le gusta también cocinar. De hecho, cuando el alba llegó, nos encontró con las manos en la masa, probando por enésima vez el uno los ingredientes que uno y otro añadiríamos a nuestro enésimo postre juntos.

La noche de anoche no fue noche. O no al menos una noche al uso. Cierto es que había alcohol, y también que sonaba blues de fondo. No menos cierto es que tampoco faltaba el humo. Este, sin embargo, no era ambiental, sino sexual. Fueron tantos los cigarrillos necesarios de después, que al recargar las baterías de nicotina, la máquina nos soltó un bonito “su cariño, gracias”.

No puedo negar cierto momentáneo hastío, aún estando en buena forma. Si bien, ella lo hizo arder, y no sabes de qué forma. Llegado al séptimo cielo de aquel acto, actuó ella de tal modo que quise vender mi vida al diablo por perecer en aquel momento. Olvidé que, aún sin cuernos, y teniendo yo el rabo, era una pobre diabla con quién yacía.

Al rato, mis bostezos de Dios le hicieron creerme humano. Fue por ello que, al pedir papas, me las dio arrugás. Arrugás y bañás en champagne francés. Al descorcharlo pedí un trato. Uno más, dijo Santo Tomás, y mano de santo. Su truco sirvió para engañarme una vez más. Y otra. Y otra. Y luego otra…

De todo aquello saco algo en claro, y es que los feos y apuestos se atraen. ¿La razón? Fácil, sencilla, y para mayores de dieciocho años:
Yo no soy todo lo guapo que ella podría desear, y ella apuesta por hacerme adelgazar mediante la dieta del cucurucho. Simple, y llanamente.

Al final del encuentro, ambos nos sentimos colmados por matar el mono a polvos. Con el tiempo, hasta puede que yo siente la cabeza más allá de entre sus piernas. Es probable incluso que ella se reforme si permanecen los castigos de cara a la pared. Quién sabe. Con el tiempo, es incluso posible que, en lugar de aquella máquina, seamos nosotros quienes digamos aquello de “su cariño, gracias”.

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