sábado, 26 de septiembre de 2009

Avern Club

Era la segunda vez que me acercaba al Avern Club a pedir consejo a uno de los allí presentes. Ya en la puerta saludé a mi buen amigo Caronte, quién me dijo que esperaba verme por allí más a menudo en un futuro no muy lejano. Flegias, que estaba también por allí cerca, me miraba inquisidor, no sé si por celos o por disponerme a entrar vivo al local.

Lo cierto es que era una noche concurrida. Desconozco si se debe ello a que las almas sin purgar se unen los jueves a las universitarias en sus hábitos de sexo y alcohol, pero el caso es que por allí vi a Chaplin y a Groucho. También estaban Saddam y Bin Laden, quién me rogó le guardase el secreto de su emplazamiento.

Me acerqué a la barra a pedir un trago. Detrás, las dos hijas de Zapatero se encontraban acompañadas por aquel entrañable bote de tomate que entretenía a media España en Telecinco. De las niñas, me atendió la menos fea. Fue en el momento en el que acerqué la copa a mis labios en el que Dinah Washington sustituyó en el escenario a Ella Fitzgerald para cantar aquello de “Cry me a river” y dedicárselo al gran Louis Armstrong, que compartía mesa con Antonio Machín y otros dos afroamericanos.

Como en nuestra primera cita, había llegado antes de la hora. Sabía, además, que el bueno de Frankie estaría en alguna de las habitaciones del piso superior con alguna de sus conquistas en vida. O, quizá, con cualquiera que en el Avern hubiera podido conocer. El caso es que, como la primera vez que nos citamos, esperaba que llegase tarde, y así lo hizo.

Llegó con la respiración alterada, como si hubiese venido corriendo, o quizá igual de sofocado como si viniese de correrse. Sea como fuere, el caso es que arribó con la cremallera del pantalón a medio subir, con dos botones de su camisa por abrochar y su inconfundible sonrisa de cazador por esconder.

Una vez tuvo un trago en la mano, el tono pendenciero de su voz se apoderó de él. Estuvimos comentando el caso durante un rato. Le pareció incluso extraño que hubiese acudido él para orientarme, cuando nunca fue él un ejemplo de cómo se debe tratar a la familia ni, como en el caso abordado, tampoco de cómo se debe ser un padre ejemplar.

Le pareció extraño que acudiese a él, pero no por ello omitió, en su juicio de valor, la definición de rata inmunda de uno de los culpables de que yo haya venido a este mundo. Y tampoco por parecerle extraño, dejó de ofrecerme una solución:

“No quiero sonar repetitivo, muchacho. No sería justo, pues hasta ahora sigues manteniendo la cabeza fría y el jazz caliente. Es por ello que sólo te insto a no cambiar en ese aspecto. Sin embargo, no me considero voz autorizada a tratar temas de familia, aunque sí sé quién en lo que me cuentas te podrá ayudar.

Yo me encargaré de todo, descuida. Vete, y vuelve en un par de días. No te preocupes de los chicos de la puerta. De ellos me ocupo yo. Ahora, ve, y no olvides dar recuerdos al bueno de Al, ¿sí? Ni tampoco lo que siempre te digo: Que el jazz sea tu bandera, y tu frialdad tu montera”.

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