viernes, 6 de marzo de 2009

El recuerdo de algo inmortal

Al llegar a La Lola's, era John quién estaba detrás de la barra. Había pasado ya la hora de entrada de Leyre, pero a esta no se la veía por ningún lado. Al poco, esta circunstancia cambió, pero por desgracia, fue John quién siguió emulando a Ernie Loquasto hasta el final de la noche, aunque quizá fuese ello sin pretenderlo.

Poco rato después de arribar yo, lo hizo ella, y los allí presentes comprendimos la razón por la cual, nada más entrar, John le comunicó que le daba la noche libre. No se dio ello porque quisiera ser como aquel de quién tanto Alvite nos tiene hablado. Nada más lejos. Se debía a su compañía. No es que el no estar sólo sea motivo por el cual dar descanso a un empleado, es que su compañía era una manifiesta tristeza.

Algo debía pasarle a la guapa camarera para mostrarse tan mustia en un día tan soleado. Nadie en el local la había visto nunca así, ni cuando viene de tener otro desencuentro con aquel a quién ama. Posiblemente, ni tan siquiera el propio Juan la viese jamás acompañada de nadie que no fuese él, ni tampoco abrazada a un extraño como lo era aquel sentimiento en su rostro. Hasta ese momento, en La Lola's, Leyre siempre había sido la única capaz de mantener la compostura, pero ayer parecía no ser capaz siquiera de mantenerse en pie sin apoyarse en su tristeza.

Antes de irse, acudió al camerino de su ya casi inseparable amiga Irene. Luego, esta salió, por primera vez desde su llegada a nuestras borracheras, con retraso. Lo hizo, también por primera vez, vestida de negro. Cantó primero en silencio, en honor alguien, dijo, era demasiado querido para Leyre como para obviar sus sentimientos y encubrirlos sonriendo sin querer y sirviendo a una panda de borrachos. Dadas las explicaciones sobre porqué era ayer John quién nos servía, una lágrima asomó por sus lacrimales. Antes siquiera de que esta se deslizase por su mejilla, comenzó a cantar una canción sobre la inmortalidad. Una canción que, sin duda alguna, me hizo pensar.

Al contrario que ella, puedo presumir de no haber perdido a ningún ser querido en bastante tiempo, y lo cierto es que a aquel a quién perdí, todavía me lo encuentro en ocasiones. Por desgracia, desde aquel fatídico día, sólo lo hago en mi mente. Aquello me hizo recapacitar, como ayer el ver su sonrisa apagada o fuera de cobertura. Y es que cuando la muerte aparece, el teléfono de aquel con quién luego se esfuma comunica por toda la eternidad. En esa eternidad me hizo pensar la canción que Irene cantaba.

Fue justamente una llamada lo que por aquel entonces me hizo divagar sobre la inmortalidad. No puede decirse que antes fuese manifiestamente creyente, pero de creer en algo, aquello puede considerarse el principio del fin de mi religiosidad. Sí comencé, pese a ello, a pensar en la durabilidad del alma, no como algo existente en otra dimensión o gracias a un ser superior, sino en algo permanente y coetáneo a mi propia mente.

Quizá, pese a la canción que Irene entonaba, lo inmortal no exista. O puede que sí. Puede que la existencia de Las Tres Desgracias algún día se extinga, como también se extinguirá la de Marco y su cizaña; o puede que unos y otros permanezcan.
Es más que probable que, en algún momento, como ese chico que apareció muerto el otro día en el callejón, dejen de existir. Sin embargo, no creo en ello como algo coetáneo a la última calada de ese cigarro de vida. Es más que probable que Las Tres Desgracias no sean inmortales, y que tampoco Marco y su cizaña lo sean. Sin embargo, lo serán mientras sus recuerdos permanezcan, como permanece el de ese ser querido que perdí, o el de aquel al que Leyre despide hoy entre lágrimas. Puedo parecer un iluso, o quizá un idealista, pero lo cierto es que creo en la inmortalidad del alma mientras permanezca vivo el recuerdo.

Lo cierto es que, fuera de mi mente, no he vuelto a ver jamás a aquel ser querido que perdí. Tampoco Leyre volverá a ver a quién hoy llora. Y qué. Ambos viven en nuestras mentes, y ahí vivirán hasta que nuestras muertes lo desalojen.
Hoy entiendo su dolor, como en su día entendía el mio propio. Hoy entiendo que no conciba nada más que sus lágrimas, como espero mañana entienda aquello de lo que hablo. Mañana, espero, vendrá Leyre acompañada, pero no de la tristeza, sino del recuerdo. De ese recuerdo que, como el mio, mantiene vivo a ese ser querido. Mañana, espero, vendrá Leyre acompañada de su sonrisa, esa que sólo con divisarla, ilumina frecuentemente las mentes oscuras y sin luces de esta panda de borrachos a quién hoy Irene canta hablando de inmortalidad.

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