miércoles, 20 de octubre de 2010

Cuando se es feliz...

- Conviérteme en literatura, cielo, y no contaré a nadie que soy yo quien te ha dejado.
- Para poder hacerlo, antes tendrías que dejarme.
- ¿Acaso si lo hiciera ahora escribirías un soneto diciendo que soy muy puta?
- Yo no sé escribir sonetos.
- Ni yo cobro por sexo, pero eso nadie tiene porqué saberlo…



Aquel intercambio de palabras fue lo último que compartimos. Podría hacerle caso y decir que no fue más que una muesca en mi revólver, pero cualquier intento de desprecio sonaría tan forzado como la risa de un enterrador soltero.

Muchas la precedieron. Otras tantas la sucedieron. Ninguna ha sido capaz jamás de cambiar tanto mis prioridades como ella hizo. Follar más y escribir menos era mi máxima y mi mínima, el medidor de la temperatura de algo que creía que era amor.

¿Sabes, chico?, con ella descubrí que incluso un pendenciero como yo deja a un lado a Joaquín Sabina por los relatos de un pobre cantautor acostumbrado a la cerveza sin alcohol y a dormir todas las noches en caliente.

Cuando uno es feliz, chico, es capaz de abandonar al gran maestro por cualquier perdiz con la que charlar un rato a la hora de cenar, y de creer que vivir en democracia significa que no te engañe el anuncio de los donuts.

En honor a la verdad, debo reconocer que ese nauseabundo olor me embriagó hasta tal punto que llegué a considerar la posibilidad de dejarme llevar por la lírica de entre sus piernas y escribir algo más propio de una mala comedia norteamericana.

Estuve bastante cerca de definir un puto polvo como lo haría un simple quinceañero. De olvidar que mi carácter es un blues y la tristeza los acordes de mi vida. ¡Maldita sea!, a punto estuve de convertirme en autor de una balada soñadora en la que el sueño eterno es ella.

Pero un buen día, de golpe y porrazo, me despertó. Tras arribar a mi vida con la ligereza con que una mariposa golpea a una margarita, en su marcha fue ruidosa, como el dolor de unas muelas revoltosas que juegan a ser gallegas.

De golpe y porrazo se despidió, y aunque entonces nada entendí, ahora debo agradecerle que me devolviese mi vida de escritor bohemio. Esa vida en la que la única alegría posible es la de lamentar que hay una piedra en el camino. Ésa en la que la felicidad sólo tiene cabida como supositorio de un antiguo amor, ahora lejano.

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