miércoles, 20 de enero de 2010

Hora de desayunar

Las moscas zumbaban y revoloteaban como atareadas. Se posaban en la repisa, después en la mesa y como impulsadas por una invisible atracción remontaban vuelo de nuevo e iban a parar al cabello de Jacob. Éste las apartó dando un manotazo al aire a modo de respuesta instintiva, en una acción vacía de inteligencia. Sus ojos mate seguían fijos en el televisor. Emitían un programa en el que azafatas de imperturbables sonrisas repartían cantidades exorbitantes de dinero y todo el público asistente no cesaba de aplaudir. Las imágenes pasaban por delante de los ojos de Jacob desfilando ante un público inexistente y los sonidos monótonos circulaban en espiral como repitiéndose una y otra vez en un sinsentido asfixiante. El reloj marcaba la solitaria hora de las 16. Coincidiendo con uno de los clics de las manecillas del reloj Jacob se inclinó para sorber un trago del botellín de cerveza. Yacía semiinconsciente en uno de los sillones del porche de su casa y parecía haber recobrado algo de vitalidad. Alzó la vista ante la incertidumbre que inundaba todo su alrededor sin fijarse en nada concreto. Un vehículo... dos tragos mas de cerveza... otro vehículo. Las moscas seguían posándose en la piel de Jacob como pequeñas descargas eléctricas ante su pasividad. Entretanto una maquinaria interior al cuerpo de Jacob parecía empezar a funcionar. De la nada surgió un bostezo que sería el comienzo de una serie de gruñidos y movimientos más dignos de un animal que de una persona. Jacob se levantó haciendo crujir el sillón y se apretó la cara fuertemente con ambas manos casi hasta hundir sus facciones. La calle simulaba un solar y un calor soporífero daba la sensación de que todo objeto o persona sobre el suelo estuviera cubierto por una fina capa grasienta de aire embotellado. Jacob avanzó un par de pasos torpemente y de pronto dio un respingo. Una mujer asomaba por la puerta principal y lo miraba sonriente. - ¿No entras?- Dijo ella, y tras una pausa, continuó – lo de anoche estuvo bien ¿eh?-. Jacob, que se evaporó durante unos instantes, contestó como si un resorte automático hubiese sido puesto en funcionamiento – si- y después recordó quién era aquella marioneta que esperaba expectante una respuesta en la puerta de su casa. No era su nombre lo que apareció en su mente, nunca lograba recordarlo, era sencillamente otra de las mujeres con las que pasaba algunas noches para sofocar el hastío que lo asolaba. Aquellos días, la resaca lo despertaba por las mañanas y, después de darse una ducha fría, encendía un cigarrillo y salía a caminar. Lo hacía por inercia. Ésta se había enraizado con el paso de los años en el cuerpo de Jacob y tenía su fundamento en un miedo premonitorio a ser alcanzado por algo; Jacob se hallaba en permanente huída de una realidad, de una vida por la que no quería ser atrapado. Sus paseos resultaban una terapia de la que no podía desprenderse. Después, volvía al porche de su casa y se sentaba en su sillón frente al televisor con un movimiento similar al que realiza la bisagra de una puerta. A partir de aquí, lo único factible consistía en filtrar el tiempo con una quietud anestésica y esperar, esperar... un vehículo... nada... una mosca... el chasquido de una hoja seca al llegar al suelo... La mujer seguía expectante como si la hubiesen disecado, aunque tan solo habrían pasado un par de segundos. Seguía sonriente. Parecía que le habían puesto dos clavos invisibles en la comisura de los labios. Jacob cruzó el marco de la puerta sin prestar demasiada atención a aquella mujer. Una vez dentro, las paredes de la casa se cernían sobre él causándole la impresión de que en cualquier momento quedaría sepultado bajo los escombros. Caía sobre sus hombros una gravedad incesante que consumía su energía hasta dejarlo agotado. Estuvo merodeando por la casa como un extraño recién llegado posando un pie tras otro aleatoriamente. Un bocado. La comida resbaló por un tobogán de plástico hasta llegar al estómago. Caminó hasta su habitación. Allí estaba ella, de espaldas a él, sentada en la cama. Por primera vez observó con detenimiento su figura. Su piel era tersa y fina, del color de la leche. Sus cabellos eran largos y lisos y caían como una cascada amoldándose a la forma de su espalda. Su silueta, marcada por la luz que entraba justo enfrente suyo, era un haz de líneas que formaba perfectos dibujos. Toda ella sugería un placer sexual infinito. Nada de esto resultaba suficiente para Jacob que no se inmutó al verla. – Tienes que marcharte- decretó Jacob. Ella se levantó y cogió sus cosas con movimientos precisos. Pasó por delante de él y ambos ni se miraron; la mujer parecía entender tan bien como Jacob el funcionamiento de la rutina. Se fue. Jacob encendió un cigarrillo y se dirigió al salón con inactividad. Al observarlo, uno tenía la sensación de que no se desplazaba ni un centímetro cuando en realidad si lo hacía. Se desplomó en el sofá y conectó la televisión. Un par de caladas... entumecimiento. Una musiquilla monótona lo despertó. El telediario de la mañana acudió puntual a su cita. Acompañados por una voz plomiza los párpados de Jacob se abren dejando pasar una luz intensa. Se levanta. Se asoma a la ventana y enciende un cigarrillo. El humo queda suspendido en el aire. Todo está parado. Un sol carente de vida resalta en la fisonomía de Jacob un rostro momificado. Cansancio. Ojeras. El reloj marca las 9. Hora de desayunar.

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