lunes, 30 de marzo de 2009

Un San Martín muy particular

Mi vida nunca se ha caracterizado por su pulcritud, cielo. Mis vestidos son de un rojo impoluto, pero no son sino vestidos teñidos de sangre, esa sangre que los avatares de la vida me ha provocado con sus golpes.

Para nada. Mi vida nunca ha sido fácil, ni mucho menos. La única atención que mi madre me prestaba era para declararme juez y parte de mis propios castigos. Era bastante más que la recibida del bastardo de mi padre. El único recuerdo que tengo de mi infancia en el que no aparece bebido pertenece a aquel día en el que, ante mis problemas de audición, decidió comprarme un par de gafas. Sabía que con aquello no cambiaría mi sentido del tacto, pero confiaba al menos en que sí agudizase mi olfato.

Al menos aquello me sirvió de algo. Me sirvió para darme cuenta desde pequeña que mi padre jamás me iba a servir de nada. Sin embargo, me equivoqué. Me sirvió al menos de mal ejemplo, aún cuando mi madre se empeñaba en que en su interior se escondían cosas buenas. Tan bien escondidas debían estar esas cosas, que lo único valioso que logré encontrar yo dentro de aquel baúl con patas fue el gusto por la música, aún cuando él carecía de oído para la misma.

Me acostumbré desde pequeña a que me cantase antes de dormir. Unas veces lo hacía borracho. Otras simplemente ebrio. Las menos, alcoholizado. No lo hacía para agradarme. Ni tan siquiera para entretenerme. Fuera en el estado que fuese, él sólo cantaba. Su registro vocal era bastante precario. Pésimo, diría. Tanto, que podría asegurar que esos problemas de oído que de pequeña arrastraba se debían a las letras que él balbuceaba. Sino, no me explico como mi audición mejoró cuando él se fue. O fue su marcha, o fueron las gafas, y todos sabemos para que sirven estas, por lo qué…

Quizá esa sea también la razón de mis problemas de comunicación con mi madre. Siempre pensé que ella no me escuchaba, y teniendo a aquel conato de mariachi junto a ella en la cama, fácil que hubiese perdido también capacidad auditiva por él. Sí, sé que suena extraño, pero ya sabes que aquí quién no se consuela es porque no quiere. Prefiero pensar eso a creer directamente que mi madre optaba siempre por ignorarme. Y es que, se hiciese la sorda o lo estuviese, jamás he logrado entenderme con ella.

No me entendía cuando el bastardo estaba aún en casa, pero tampoco lo hizo después de que no volviese de comprar tabaco. Sería, quizá, porque la voz cantante debía ser la suya y, sin embargo, la que mejor cantaba era la mia. Jamás lo reconoció, ni tan siquiera cuando comencé a actuar, pero tampoco es algo que me importe. Produciéndolas mi voz, las canciones en inglés le parecían cantadas por cualquier ingle, y las italianas de las que gustaba sonaban para ella en Dios sabe qué lengua muerta.

Disfruté con mi partida. Estaba cansada de no ser escuchada. Ella rápido se arrepintió. También él quiso dar marcha atrás. Ilusos. parecen todavía ignorar que el tiempo jamás repara las heridas. Cuando se detiene, tan sólo lo hace para poner a cada uno en su sitio. Mi sitio está en renegar del detergente con el que han intentado limpiarme después de tanto haberme ensuciado. El suyo está en la soledad. En la soledad y en la ignorancia, esa ignorancia que les llevaba a creer que yo era el error que se obtenía de sumar alcohol y sordera. No era yo sin embargo su error, aunque así lo creyesen. Su error era creer que aún portándose como cerdos, para ellos no habría San Martín. No sé si les parecía esa la mejor forma de educarme, pero de hecho lo fue. En sus cerdas manos, no existía mejor educación que la que uno mismo pudiera procurarse.

Ahora llevo tiempo sin recibir noticias de ellos. Tampoco añoro el recibirlas. Para mi su San Martín es la indiferencia que hacia ellos siento, y la sangre derramada que de rojo tiñe mis vestidos.Y es que mis vestidos se tiñen de rojo sangre por los golpes que de la vida he ido recibiendo. Por los golpes, cielo, y por renegar de ese detergente suyo que me desharía de un San Martín tan particular.

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