miércoles, 25 de febrero de 2009

Expiación en alcohol

He estado en La Paz, Quito, Buenos Aires y Lima. He estado también en Viena, Paris o Budapest. No hay lugar en España, por recóndito que pueda parecer, que se escape a mi conocimiento, ni hay tampoco mujer que haya podido conocer que se parezca a ella, por muy recóndito que sea su emplazamiento.

Han sido miles las mujeres que han cabalgado a lomos de mi noble corcel, chico, pero ninguna como ella. La recuerdo vagamente. No recuerdo más de ella que lo mucho que la quería, casi tanto como Marco a su cizaña. Puede que fuese como Leyre, o puede que como Irene, no lo sé. No sé si se llamaría como una de las chicas de este local, Lara, Andrea o Laura.
Demasiadas mujeres en mi vida para recordar siquiera a la única que he querido. Demasiado alcohol como para no haberla olvidado. Demasiadas ganas de olvidarla como para no hacerlo. Después de todo, nuestra compatibilidad era la misma que la de un marciano y un ser arribado desde Júpiter. Lo nuestro, chico, era igual de factible que la cuadratura del círculo.

Recuerdo más bien nada de ella, pero sí todavía guardo en mi memoria algo de nuestra historia. Decía ella que debíamos conservar la distancia, pues era ese nuestro mayor impedimento. Cada uno con su vida, era el mensaje de fondo de sus discursos. Cada loco con su tema, pretendía decir con cada una de sus palabras. Yo, mientras, le pedía que dejase fluir todo de un modo distinto. Ambos queríamos dejar el río seguir por su cauce, con la salvedad de que para ella este suponía ser que yo algo no era capaz de concebir.

En unas de esas, yo, que siempre he sido un culo inquieto, emprendí uno de mis múltiples viajes para nunca más volver a su lado. Dicen que la distancia es el olvido, y en cierto modo conmigo así ha funcionado. Me costó mucho alcohol y mujeres, pero conseguí borrarla de mi mente casi por completo. Y es que esto que te cuento sobre el amor es ya más una anécdota del pasado que un sueño para el futuro.
Conocí en ese viaje muchas camas. Muchas mujeres frecuenté. Unas llamadas María, otras Mónica, alguna que otra Marta… pero ninguna como ella. O sí, quién sabe, aunque no creo, pues a ninguna la recuerdo más allá del primer sorbo de mi quinta copa del día siguiente.

Estuve también en Marruecos, Argelia o Túnez, y en Japón, China y Filipinas. Llegué a dormir en camas hechas de paja, o a pasar la noche en vela porque una mujer me hacía esto último, e incluso cosas más obscenas. La verdad es que no puedo quejarme de no haber tenido éxito entre las mujeres, pues siempre he sido como la cerveza San Miguel y he triunfado allí donde iba. Lo que jamás he conseguido es recordar de ella algo distinto de su fragancia, su mirada y aquel intento infructuoso de cuadrar el círculo. Por aquel entonces, chico, mi pecado fue el no tener arraigo a nada más que mi maleta, y mi pecado el estar preparado para irme del lugar al que dos minutos antes había llegado.

Ahora intento expiar mis penas en espera y alcohol. No espero que por la puerta aparezca ella, pero sí algo que me traiga esos malditos recuerdos. No espero que el alcohol los traiga, pues ha sido él quién se los ha llevado.
No espero más que la próxima canción. Quizá en ella Irene la nombre, o logre que olvide la espera, las penas y el alcohol y me enamore de ella, al menos como antes me he enamorado de esas otras muchas amazonas que por mi vida han transitado como por aquí lo hacen, como tú y yo, las almas errantes.

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