jueves, 26 de febrero de 2009

Delitos y pecados

Ayer noche, ya de madrugada, entró un inspector de policía a La Lola's. Nada más entrar, se sacó su gabardina de película de Hollywood y se sentó en la esquina de la barra. Lo hizo frotándose las manos, como quién entra en una mañana de invierno a su cafetería habitual para entrar en calor con el primer café del día. Tras ello, primero solicitó a Leyre un buen trago, y luego que se personase el dueño del local.

John vino enseguida. Ya todos sabíamos qué quería aquel policía. Es este un barrio de porteras, que se activa especialmente cuando ocurre algo como lo que todo el mundo venía comentando por la ciudad. En cierto modo, lo ocurrido en el callejón había incluso publicitado a La Lola's Club, aunque fuese en sentido negativo. No negativo porque lo acontecido tenga relación con el club, sino porque quizá el amarillismo de la prensa y lo casposo de la gente cotilla difícilmente harían de esa publicidad algo bueno.

A decir verdad, y pese al dicho ese de que "Spain is different", quizá esta vez los murmullos se darían, con razón, incluso aunque la noticia se hubiese dado en el centro de Lieja o a las afueras de Baviera. Después de todo, aquel pobre diablo frecuentaba La Lola's Club. Normal que hasta las pesquisas policiales empezasen en este lúgubre rincón donde transitan almas como la suya. Es posible que incluso todavía esté atrapada aquí. No es precisamente La Lola's Club el purgatorio, pero sí sus gentes parecen almas que buscan bien las alas o bien los cuernos. Algunos, incluso, parecen buscar el infierno con su estancia entre nosotros.

También el inspector parecía buscar un rincón donde arrastrarse. Las horas tan intempestivas en las que su visita se dio invitaban a pensar en ello. Se sentó cercano a la entrada, como si su única pretensión fuese allí el buscar una salida, pero parecía disfrutar de su copa, aunque ni tan siquiera la presencia de John alterase su situación. Era como si le estuviese esperando fuera otro cadáver. De ser así, este tuvo que esperar tanto como Irene tardó en acabar la función.

Todos aquí nos conocemos, y no parecía precisamente él muy por la labor de integrarse hasta que, quién sino el periodista, decidió acercarse a realizar un tercer grado similar al que él antes había realizado con John. Nada sobre el caso consiguió sacar en claro, aunque sí logró adivinar por sus palabras lo que otros veíamos en sus ojos, que Irene sería la próxima con quién hablaría, bien fuese de delitos o de pecados.
Ese lógico interés en alguien cuya visión fuese capaz de traspasar todo aquel humo se hizo realidad en el primer descanso de su actuación, ese en el cual solía ella retozar un rato con su chico latino, a quién por esta vez dejó de lado, y parece que gustosa, para hablar con el inspector. Por las risas de ella no pareció que hablasen justamente de delitos, ni tampoco por la mirada celosa del único de los chicos del billar que sumaba más de dos neuronas. Al propio inspector se le veía más ocioso de aquí a Lima que en el rato que charló con el jefe, especialmente durante los segundos que tardó en guardar en su agenda telefónica el número de la corista. Hasta eso distaba de lo ocurrido con John, pues a él pudimos ver como le daba la típica tarjeta que luego quién la recibe usa antes de ser asesinado para avisar de su inminente peligro al potencial héroe de turno.

Ese inspector vino a por respuestas y se llevó un número de teléfono. Pretendía realizar pesquisas y "realizó" una cogorza. Quería esclarecer su caso más reciente y casi comete un pecado uniformado. Y es que aunque los delincuentes no entienden de horarios, tampoco de esto entienden los pecados…

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