viernes, 30 de enero de 2009

La avaricia y el amor

"A decir verdad, cielo, no sé nada de él. Sólo que tiene el corazón espinado, que viene siempre repeinado y que odia comer nada emparedado. Puede que alguna vez haya jugado a la ruleta rusa, o que se haya apostado su casa a los dados. Puede, incluso, que sea mejor tipo que lo que esa furcia le hizo parecer con lo que le hizo. Puede pasar cualquier cosa en su vida. Yo únicamente sé sobre él esa historia que siempre cuenta. Jamás un hombre me había confundido tanto, ni había hecho dispararse mi imaginación hasta tal punto que hasta su nombre me gustaría soñarlo, y no saberlo".

Como buen lunes, no fue la de ayer una noche muy entretenida. Tal es así, que quizá eran más las copas que entre Leyre e Irene bebían que las que los chicos del billar se tomaban. Podrían haber montado un karaoke, o haber hecho un striptease, que jamás pasaría esa noche a los anales como algo a recordar, por mucho que más de uno desease ver ligeritos de ropa esos cuerpos esculpidos por la vida a base de golpes. En noches así, donde el único alcohol que corría lo hacía por las venas de su corista y su camarera, era en las cuales John teorizaba sobre lo rentable que le podría salir el dar también comidas, o el contratar mujeres de vida alegre que se las hiciesen a sus clientes, aunque al rato pensase "suerte que sólo haya un lunes por semana. Mañana, en las únicas rameras que pensaré será en aquellas tres que siempre se sientan en aquella mesa". Sobre comidas, no solía pensar, y menos desde que "el Señor Andrés" frecuentaba el baño en compañía de aquel oligofrénico.

Eran también las de los lunes las noches en que más solía pensar Leyre en Juan. Quizá por su habitual ausencia, quizá por la falta de movimiento, o quizá por la falta de movimiento postrero en su compañía. El caso es que en noches así, era cuando parecía incluso estar enamorada de aquel pobre diablo. Es en noches así en las que suele pensar también en comidas, pero de una manera diferente a la de su jefe. Ella lo hace sentimientos mediante. También así lo hace Irene, sólo que ella es correspondida más a menudo. Por esto, no ejerce de perro del hortelano los martes, y aunque, como Leyre, no deja comer, sí come ella. Y es que son los martes cuando suelen pasar juntos el día ella y su chico latino, mientras la camarera del local debe conformarse con hacerse la indignada para ser recompensada después con su labia… y otra comida.

Era la envidia de Las Tres Desgracias. No por acostarse de vez en cuando con Juan. Ni tan siquiera por hacerlo con un hombre. Lo era por comer (o ser comida) con alguien con más de dos neuronas, o al menos con alguien cuyas células pensantes sirvan para algo más que echar carreras entre sí. Con todo y con eso, como su amiga la corista, poco caso hacía a esas arpías y sus aspiraciones o pretensiones, pues cada lunes se proponía el ignorar a ese hombre del cual sólo conocía el nombre y la cama.

Lástima para ella que, como si de un obeso se tratase, buscando guardar régimen, o de un fumador que promete dejar el tabaco, su propósito cada inicio de semana tenía el mismo valor que los propósitos de cualquier alma errante, obesa o fumadora, carente de fuerza de voluntad o de autoconvicción de superación.

Suerte, sin embargo, que el suyo sea un vicio no pecaminoso. Bastante tenía con la avaricia y la codicia que le embargaban cada vez que con él estaba como para que, como siempre le decía Irene, fuese condenada por concurso de pecados el día del juicio final.

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