lunes, 26 de enero de 2009

Aprendiz de todo, maestro de nada

"A nadie que haya sido poeta en Rimini, dramaturgo en Candanchú o bailarín en Portimão podré augurarle nunca demasiado futuro, muchacho. Nunca he tenido alma de vidente, pero es seguro que alguien así, lo máximo a lo que podría aspirar en su vida será a ganarse el cielo siendo monologuista en su propio sepelio".

Hablaba Alvite de aquel pobre diablo cuya historia se podría resumir en una clara premisa lapidaria: "Aprendiz de todo, maestro de nada". Su presencia era para todos desconocida, aunque su faz era para muchos una de esas caras que uno no recuerda bien si la ha visto anteriormente en la sala de espera en su última cita con el urólogo o si era él el pobre que pedía en la puerta de la iglesia para poder hacerse con dinero suficiente para pagar a Caronte el ticket de entrada al infierno.
"Todo estaría en que pidieses a tu amigo Frankie referencias sobre él", dijo Marco mientras posaba su inseparable maceta en la barra. También a él le parecía curioso aquel hombre. Daba la sensación de que había confundido La Lola's Club con el Savoy, a juzgar por su pronta verborrea, o bien de que se consideraba a sí mismo una efímera estrella de la prensa rosa frente a sus periodistas-confesores.

Se reconocía a sí mismo como un hombre pendenciero, y el más mujeriego de los varones que conocía. Decía no llevar la cuenta de las mujeres a las que se había follado, pero sí se acordaba de a cuantas le había hecho el amor: A ninguna. No es que fuesen pocas mujeres con las que se había acostado. Simplemente, sólo a una había amado, y no había sido correspondido.

Nos contó, entre sorbo y sorbo, que creía tener unos cuantos pequeños bastardos repartidos por el mundo. "Siempre tuve buena puntería", decía.
Como buen marinero, estaba en el puerto el tiempo suficiente para recordar cada vez que pisaba tierra firme que lo suyo no era el arraigo por un lugar. Recordaba esos sitios en los que había estado por sus mujeres, y no por sus lugares de interés. Dejaba claro, pues, que no había mayor interés allá por donde pisaba que el estar con alguna de las mujeres del lugar. En cuanto se labraba su acompañante un bonito recuerdo, él levaba anclas, como si en lugar de practicar sexo le hubiese hecho a cada mujer un favor, o varios. Desaparecía como alma que lleva el diablo, decía, sin mayor preocupación que el encontrar una nueva mujer que le ofreciese su cama para cualquier cosa salvo para dormir.

Sin embargo, hubo una distinta al resto. No recordaba ya más que su mirada y su olor, pero decía estar todavía prendado de ella. Ni tan siquiera se acordaba de su nombre. Sólo de su mirada y su fragancia. Cuando hablaba de aquel amor platónico, sus ojos todavía parecían imaginar unas frágiles manos haciendo sonar en un bajo unas notas en las cuales sólo se pudiera dilucidar lo bajo que él había caído tras aquel desamor.

Muchas camas había recorrido, y muchas damas habían cabalgado sobre su noble corcel, pero en poco o nada podía considerarse un maestro. Aquel desamor sólo le sirvió para darse cuenta de que esas muchas mujeres no le habían servido más que como aprendizaje. No le habían servido más que para aprender que no es más feliz el que más tiene, sino el que menos necesita. Tampoco sus múltiples viajes le habían enseñado que no podría nunca autoproclamarse erudito en tierras lejanas, sino más bien que podría considerarse ignorante incluso en lugares cercanos. Sus mil y un oficios tampoco le habían servido de mucho. A lo sumo, podría decirse que era un valioso inútil, o alguien útil carente de valor.

Muchas eran las vivencias y experiencias por las que había pasado. Sólo dos cosas podía sacar en claro: Un amargo desamor y su cita lapidaria, "aprendiz de todo, maestro de nada".

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