miércoles, 10 de marzo de 2010

Vías sin tren

No puedo entender que muchos hombres y mujeres sean felices por considerar el agnosticismo una fascinante conquista intelectual. Yo soy agnóstico y la verdad es que de todas mis conquistas esa es precisamente de la que menos orgulloso me siento. A lo mejor es que ocurre con el escepticismo lo que con el cansancio, que es algo que en la juventud supone el resultado de un placer y cuando uno se hace mayor descubre que sólo puede ser la secuela de alguna enfermedad preocupante. Por eso creo que el descubrimiento del agnosticismo produce en muchos seres humanos la misma decepción que experimentarían si por indagar en el origen del coqueto lunar de la barbilla descubriesen que en realidad esa diminuta manchita es el alarmante indicio de un pavoroso cáncer de piel cuyas trágicas ramificaciones podrían ser incluso imprevisibles. Encontrar una patología detrás de la belleza conduce a la misma amargura que sienten algunos agnósticos –yo mismo– cuando al cabo de hondas y angustiosas pesquisas se les confirma que la lucidez mental en el fondo sólo les ha servido para esclarecer la oscuridad iluminándola con una paradójica bombilla negra. Su fe en la resurrección hace más felices a los creyentes. Para ellos la muerte sólo es un tránsito hacia otra manera de ser y de existir, un simple transbordo al que muchos se enfrentan con la misma presencia de ánimo que si se tratase de cambiar de tren en un largo recorrido sin final. No es lo mismo para un agnóstico. No lo es en mi caso. Me asusta la idea de morir y encuentro insoportable la relativa certeza intelectual de que lo único aprovechable de mi muerte sea al día siguiente mi viuda. Me pregunto por qué diablos habré perdido la fe que me inculcaron en la infancia. Mirándolo bien, ni siquiera sé en qué preciso instante de mi existencia la perdí. Supongo que ocurrió cuando era demasiado joven, en ese fosco y analgésico momento de la vida en el que el coche de los muertos siempre está más allá que el carrito de los helados. Por desgracia, ahora ya es demasiado tarde para recapacitar y tendré que hacerme a la idea de morir sin la menor esperanza de que en el andén del tanatorio entre inesperadamente un tren. ¡Lástima y envidia! La muerte siempre es algo difícil de soportar para un agnóstico, sobre todo si, como es mi caso, no tiene costumbre de estar más de seis horas acostado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario