viernes, 28 de agosto de 2009

Tarifa extra

En el barrio donde yo vivo, chico, cuesta la ternura casi tanto como la ternera. A veces, cuando me acerco a la carnicería, sólo me disipa las dudas sobre si estoy en esta o en un prostíbulo el ver que no son las patas de las presas lo primero que se desecha. Y es que, cierto es que de las cerdas todo se aprovecha, pero no menos cierto será que ni con estas se antoja demasiado cómodo copular sin apartar.

En más de una ocasión, yendo a comprar al carnicero de la esquina, con la dulce melodía de alguien que me llama “papito” como hilo musical, tengo pensado en ella. No es que la considere una meretriz. Ni mucho menos. Únicamente pienso en esos instantes en que su ternura sí podía considerarse de un valor bastante superior al de la pieza de ternera.

Será cosa de la crisis, pero juraría que cualquiera de esas rameras que en mi barrio hacen la calle serían capaces de decir “te quiero” por un puñado de euros más. No frecuento damas de compañía (todo será cuestión de preguntar a John…), pero a sus tarifas por polvo, francés y completo les acompañará no tardando, si no lo hace ya, un plus por cariño. E incluso, quizá, otro por un beso de buenas noches en la frente y arroparte.

Ese suave y maternal beso nocturno, con ella, solía recibirlo incluso sin tener que abonar una cantidad adicional, o eso creo, ya que he de aclarar que con ella no existían tarifas. No. Ella únicamente entendía de caprichos. Yo… yo, chico, entendía únicamente de dispendios por amor.

El caso es que tampoco existía en nuestra relación tarifa alguna por cariño. Cierto es que este era mostrado, pero nunca promulgado. Y es que, al contrario de lo quizá ocurra con esas “mamitas” (o mamonas) de mi barrio, ella no decía “te quiero”. Ni por un puñado más de euros. No es que se los haya ofertado, obviamente, sino que daba igual el calibre del dispendio.

Al principio, como no podía ser de otro modo, todo iba bien. Durante un tiempo, creo, fingió quererme. Ahora bien, lo que yo quería no era que lo fingiese, sino que lo sintiese. O al menos, que me mintiese. Quizá, así, mi sentimiento ahora fuese otro. De haberme dicho que me quería, aunque no lo hiciese, quizá no la compararía ahora con mis señoras vecinas de vida alegre. Quién sabe si, como estas, también en la cama fingía…

Puede decirse, en descargo, en mitad de la comparación, que ella no cobraba. Cierto. Las que no lo hacen son peores. Ella no cobraba, pero siempre quería más y más. Al final no me salía a cuenta. Hoy esto, mañana aquello, pasado lo de más allá… y ni una triste mentira.

Un día le rogué que me hiciese feliz engañándome. Su respuesta fue “sin un asa y chocolate no te digo que te quiero”. El chocolate se lo ofrecí, relleno de licor. No sabía con lo del asa a qué se refería. Me provocó esto último rechazo. Lo primero me provocó su permanencia. Qué pasó después todos lo sabeis. Se fue sin mediar palabra, con todo lo que ello conllevaba.

Después de todo, qué bonito habría sido escuchar de sus labios un “te quiero”. Sin embargo, de ahí jamás esas palabras salieron. Creí que lo hacía, pero me equivoqué. Jamás le reprocharé que mi sentimiento no fuese recíproco. Nunca le perdonaré, sin embargo, que, como esas putas, por un plus en su tarifa mintiese.

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