miércoles, 26 de agosto de 2009

La Lola'Sky

“Sea como fuere, claro queda que al principio fue el Savoy. No menos claro queda que aquella obra debió ser bien divina, o bien diabólica. Sólo así se podría explicar que fuese aquello una perfección tan imperfecta, o una imperfección tan perfecta”.

Nada parecía haber cambiado cuando me senté nuevamente en el rincón. John volvía a hablar del Savoy, aquel local que mal supo imitar, como aquel director americano quiso imitar una película del calibre de “Abre los ojos”. A decir verdad, aquel derrumbe y las posteriores reformas parecieron sentarle como unas vacaciones. De asemejarse a Tom Cruise, podría incluso decirse que, como éste en su bodrio, había empezado una nueva vida.

No es conocido John, sin embargo, por abrazar a la cienciología. De hecho, es de sobra conocido que él no es dado a abrazar si no hay dinero de por medio. Aunque, pensándolo mejor, también él había destacado haciendo una versión chusca y de andar por casa de algo que bien estaba como había sido creado… El caso es que, metida la pata, qué más da yankee que españolito.

En mi vuelta, andaba John contando, con la ilusión de aquel niño que cuenta sus hazañas veraniegas el primer día de vuelta al cole, unas batallitas que sonaban ya a añejo, como a viejo e inútil había sonado en su día “Vanilla Sky”. Pese a conocer ya la historia, los arrastrados prestaban, ávidos de su lugar de reunión, una inédita atención. Parecía como si, en lugar de ser John quién les ilustraba, eran los pechos de Penélope Cruz los que hablaban.

Hablando de pechos, también Leyre e Irene estaban, por suerte, en el local. Por suerte porque, según decía John, el derrumbe del techo provocó lluvias en su azotea, ante lo cual cerca estuvo de cumplir su sueño de convertir aquello en un puti. Quién sabe qué habría sido de ellas de no haberse apiadado su jefe de las dos mujeres que, después de su madre, durante más tiempo habían soportado el olor a matarratas con coca-cola de su aliento...

Posiblemente, como Las Tres Desgracias, se habrían visto abocadas a buscar otro centro donde se les prestase atención. De no haber sido, también, por el miedo de John a ser llamado día sí y día también “papito” por sus chicas, habrían e
éstas dejado de creerse las reinas del billar. Un billar donde, como en el resto del local, nada había cambiado. Cada cabeza seguía estando presidida por dos neuronas, como la barra seguía siendo sustentada por un misógino, un mujeriego y un corazón roto. Sólo faltaba yo, pero allí estaba.

Nada parecía haber cambiado en La Lola’s Club cuando volví a entrar…

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