viernes, 8 de mayo de 2009

Dama de burdel

No tengo remedio.
De un tiempo a esta parte, me juré alejarme de estos sitios… De éste en especial. Me juré no volver, pero he jurado en vano tantas veces a lo largo de mi vida, que a estas alturas jurar es un acto de fé que para mi carece fundamentalmente de valor. No obstante, en esta ocasión estuve a punto de creérmelo.
Después de unas semanas, al cabo de un tiempo, volví a verme bajar las escaleras, sintiendo en cada paso la cercanía al averno.
Antes de entrar, acaricie el cristal de la puerta (a la que, por cierto, no le hubiera venido nada mal una capa de pintura, y dos o tres de dignidad), y empecé a sentir una crisis de ansiedad.
‘No debí levantarme de la cama esta mañana’- pensé entre jadeos. - ‘Nunca debí volver a este rincón lleno de arrastrados’.
Creo que fue la primera y única vez en mi vida en la que sentí verdadera lástima por mí.

Me habría dejado caer allí mismo, justo a las puertas del infierno, de no ser por ella. Un efluvio dulce y gris recorrió la distancia entre mi posición y el peldaño más próximo a la realidad. Alcé la mirada, y como por arte de algún tipo de magia oscura, ella estaba allí.
Clavó sus pupilas en mi pecho, y sentí un dolor tan placentero que no pude evitar la sonrisa. Mi sonrisa… Aquella sonrisa, que terminó siendo más suya que mía.

Lo recuerdo perfectamente. Se deslizó escalera abajo con la gracia de Marilyn en ‘los caballeros las prefieren rubias’, y empujó suavemente el pomo de cobre oxidado anclado en la puerta, sin retirar ni un segundo sus ojos de mi estampa.
Que puedo decir… La seguí conteniendo la respiración. Había llovido mucho desde la última vez que me sentía completamente seguro de mis pasos. A decir verdad, en ese mismo instante, la habría seguido a las profundidades del océano si me lo hubiera pedido.

Todo seguía igual, nada había cambiado en absoluto. La apariencia que días atrás el bar había lucido seguía intacta. Aquello seguía dando tanto asco como desde el principio. Puede decirse que aquel era su encanto.

No sentamos en una mesa apartada del sudor de los pocos parroquianos que se habían dejado caer por allí un martes noche. El ambiente era tranquilo, tanto que pudimos conversar sin necesidad de alzar la voz por encima de nada ni nadie.

‘No sé aún tu nombre’ - le pregunté apurando las palabras. Esperé a que sus labios dibujaran una bocanada de humo. ‘Tampoco importa demasiado’ - respondió muy pagada de si misma. ‘No, desde luego que no’ - respondí tratando de comprender el significado de su expresión. ‘Eres algo estúpido’ - espetó. Aquello fue una afirmación en toda regla. Asentí. ‘Y creo entender que tú una prostituta’ - murmuré algo desorientado.
Poco después comprendí, que me había enamorado de una dama de burdel…

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