miércoles, 22 de abril de 2009

Matando errores

Estoy plenamente convencido de que, para conseguir un mundo mejor, hay que matar a gente. Ni crisis, ni pobreza, ni milongas fritas con guarnición. La solución de todos los males del mundo es la sustitución de la Seguridad Social por un hombre armado en cada esquina, y al primero que flaquee, ¡pam! Disparo en la tibia, y que se desangre. No haría falta ni tan siquiera excesiva preparación. Bastaría con reciclar al personal sanitario. La puntería debe venir ya de fábrica, teniendo en cuenta el manejo que deben tener de bisturís e inyecciones. Tampoco sería preciso demasiado gasto. Llegaría con emplear en armamento lo que se emplea en sanidad.

Puede que me esté volviendo loco. No lo niego. Dice mi amigo invisible que no es así, que son los otros los que deliran. Me parece, sin embargo, demasiado extraño que nadie salvo yo sea capaz de ver la anguila gigante que repta por el techo de mi habitación. No sé, puede que esté equivocado, y que mi amigo tenga razón, pero lo cierto es que creo que me engaña cuando me dice que las miradas de la gente hacia mi maceta no son de extrañeza, sino de envidia.

Él ha sido quién me ha inculcado esa idea de un darwinismo social radical. Ávido de sangre, en más de una ocasión me ha pedido que decapite a alguna de mis tres amigas, habida cuenta del profundo amor que les profeso. Podría decirse, incluso, que mi profesión es el odio, y la suya desquiciarme con su mera presencia. No sé qué se me pasó por la cabeza cuando pasaron ellas a formar parte de mi vida. Podría decir aquello de que era joven y que no sabía lo que hacía sin temor a equivocarme. Bastante error fue el conocerlas antes de aquí despreciarlas. Puedo, al menos, decir en mi defensa que todo el mundo comete errores. La clave de ellos está en cometerlos cuando nadie nos ve. Ninguno de los aquí presentes me veía entonces, y sin embargo, con el tiempo, cometí otro error, el reconocerlas como merecedoras de la muerte desde tiempos inmemoriados.

Esa muerte viene rondando mucho este lugar en los últimos tiempos. No sé si es esa aproximación fruto de la casualidad, o si finalmente la señora de negro tendrá a bien en atender a mis plegarias, pero lo cierto es que trabajando tan cerca como lo viene haciendo, parece más sencillo que caiga en la cuenta de que, si realmente pretende un mundo mejor, puede comenzar a labrar este mundo cargándose al Señor Andrés, La Silla o La Hipotenusa, como antes se ha cargado a esas cuatro neuronas.

No sé como lo habrá hecho, dejándose a partir de su primera víctima Pablo caer por aquí, pero lo cierto es que con esas otras dos neuronas ha resultado eficaz. Desde que esos dos han desaparecido, los chicos del billar parecen más tranquilitos. No sé si es mayor el efecto disuasorio de la muerte o de la autoridad, pero lo cierto es que en la escala de prioridades que mejorarían el mundo, se van ganando poco a poco el perder esa primera posición que hasta ahora ostentaban. Mis amigas, sin embargo, permanecen impasibles ante las muertes y siguen priorizando el aparentar sobre el sobrevivir.

Yo creo que hay que matar a gente, y mi amigo también. Funciona este como el diablillo de mi conciencia, mientras mi planta cizañera se viste de ángel. Es ella quién de momento gana la partida, como lo hace en ellas el vivir al morir. Mi amigo me invita a cometer un crimen, pero lo cierto es que no quiero pagar las consecuencias. Por eso apelo a la muerte, y confío en que se las lleve por delante, aún cuando intentan ganarse mi favor haciéndome el favor de saludarme perdonándome la vida. Tratan con ello de acallar mis plegarias, y buscan que sea yo quién les perdone la vida. Pobres zorras asquerosas…

Dice mi amigo invisible que quizá lo hagan con otros fines. Estamos en crisis, ya se sabe. Tal cual está la economía, es difícil emborrachar a alguien del sexo opuesto. Hay que ser un hacha para derribar el árbol ayudado de alguien a quién no has emborrachado previamente. La ternura, dicen, ayuda a recibir sexo, pero no es ese mi estilo. No con ellas. Ellas dan sexo para recibir ternura. Sólo falta que, después de cometer el error de conocerlas y reconocerlas, intenten darme sexo para recibir su perdón. Ese error, chico, no me lo perdonaría ni aunque nadie me viese cometerlo. Puedo echar a la anguila gigante de casa, y dejar a mi amigo cuidando de mi planta. Lo que nunca podría sería convencer a mi otro amigo de que, de tener razón el primero, no estaría acometiendo con el perdón un error.

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