miércoles, 11 de febrero de 2009

Y la rata se comió al gato

Siempre me considere un hombre abstemio, chico. Siempre, hasta que la encontré a ella. En el tercer abrazo que le di, de forma repelente, me dijo "suéltame, borracho". Me di cuenta entonces de que quizá no fuese la que yo mismo hacía la mejor definición posible de mi persona. Y menos, teniendo en cuenta que siempre he acostumbrado a bajar a la calle sobrio y volver a casa arrastrándome a gatas por las escaleras.

No se puede decir que en el momento en que empezó a formar parte de mi vida, se debiese a que me encontrase con ella de bruces. Más bien, creo que fue ella quién me encontró a mi. Cierto es que ella estaba en aquella tienda antes de que yo entrase, sí, pero de no haberse cruzado en mi camino, no creo que ahora estuviese conmigo. Y es que cuando buscaba un ramo de flores que me gustasen para la que por aquel entonces era mi chica, choqué con ella provocando que acabase por los suelos.
"El que rompe paga", dijo la dependienta, y puestos a pagar, por muy fea que me pareciese en el momento, decidí llevarme la planta a casa. No compré flores, y ese mismo día, mi chica me dejó, pero la cizaña, a día de hoy, todavía sigue siéndome más fiel que aquella puta que no me perdonó que le comprase aquellos bombones rellenos de licor. Todavía no acierto a saber el porqué ocurrió así, pero sí la razón por la cual desde aquel maldito momento renegué del licor y el alcohol, aunque en este último me refugie desde entonces.

Quizá tuviese otro, o quizá no le gustase la idea de engordar y pasar a tener más cintura que tobillo. Ahora que lo pienso, lo suyo sería que le hubiese regalado una paloma, pues no tenía más que pájaros en la cabeza. Ansiaba, por esto, volar y sin embargo, más que pájaro, acabó siendo rata. A lo mejor las alas debía habérselas regalado yo. Por su carácter, lo justo es reconocer no la habría convertido en ángel, pero sí que sí habría provocado su conversión en un roedor alado. Y es que eso hacía conmigo, roer mis huesos y darme sólo cariño y sexo cuando le convenía. Siempre fui un lince para reconocer a gente así, chico, pero ella me domesticó como a un gato. Luego, la curiosidad me mató, y ella solita me comió, hasta el día en que lo que no quiso comer fueron unos bombones. Increíble, sí, pero cierto. Por una vez, la rata comió al gato.

Aquel día acababa de comprar esta planta que siempre me acompaña, chico. Lástima que no me hubiese hecho con una carnívora. Una planta que a su paso abriese las fauces y la devorase. Todavía tengo esperanzas en que mi sueño se cumpla, como si fuese yo Gepetto y esta maceta mi Pinocho. Muchas veces, en mis delirios, pienso que es Irene mi hada roja, y que ella me hará devolvérselas todas juntas, relegándola al olvido y a ser alimento de mi cizaña. Pido mucho, lo sé. El jazz no hace milagros, sólo provoca desgracias, pero y qué si deseo verla igual de carcomida que como ella me dejó. Después de todo, al peor sitio al que me puede llevar el rencor es al infierno, y dudo mucho que aquello diste mucho de esto más allá de un par de grados, porque las putas y sus hijos ya los vemos en este mundo todos los días.

No, chico. Soy rencoroso, pero no un resentido. No le deseo nada bueno, pero tampoco creo que el abrazarla a ella fuese mejor que abrazar mi maceta. Después de todo, con esta el sol y el agua no me costarán tanto como el llevarla a ella a la playa o pagarle sus refrigerios. Es más, regarla e iluminarla, no me costará más que aquella puta caja de bombones que sólo sirvió como detonante de todo. Como detonante para que la rata escupiese al gato y me llevase a lo que soy hoy, un perro cizañero y sin más curiosidad que la de saber con qué copa me podré considerar hoy ebrio, o tras la cual volver a declararme abstemio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario