martes, 10 de febrero de 2009

Lágrimas de suavidad

Jamás mis manos han destacado por ser excesivamente suaves. Se puede decir, de hecho, que mi suavidad era casi como la de una lija. No es que fuesen tan cortantes mis manos como a veces lo son mis palabras, pero casi. Sin embargo, aquel rato en La Lola's lo cambió todo. No acostumbro a tomar entre mis manos a nadie de esa manera, pero ella me obligó. Esa boca, esa voz, el ambiente... Todo. Todo era propicio para que la tomase entre mis manos y me dejase llevar.

A decir verdad, hacía mucho tiempo no sólo que mis actos no contradecían a mi habitual prudencia, sino incluso que no tocaba, o no al menos con la pasión que en ese momento me embargó.
Suelen ser los lunes días donde la improvisación se apodera de La Lola's. Son estos días atípicos, ya que las cucarachas que esperan en el callejón para dar una paliza al insecticida que dentro se encuentra son más que los clientes que acompañan dentro al asesino de insectos. Combaten en días así el aburrimiento Leyre pensando en él, John en putas e Irene en cambiar el curso de sus habituales actuaciones. En esto, me pidió Irene que tomase entre mis manos una trompeta y le acompañase en uno de sus temas.

Aunque no eran muchas las almas errantes de nuestro rincón, al subir con ella al escenario sufrí pánico escénico, hasta que supe qué tema iba a tocar. Desde la barra, John me sonrió, ante lo cual me di cuenta que había sido él quién había dicho a la guapa corista que en otros tiempos, la trompeta y yo éramos íntimos. La cogí entre mis manos, y ahí se acabó todo. El jazz me envolvió como jamás en la barra lo hacía. Por primera vez, me sentí protagonista en La Lola's, aunque únicamente las cucarachas del callejón prestasen atención más allá de quienes siempre me rodean como los fieles al predicador, aún cuando son ellos quienes predican con sus penas siendo únicamente fieles al alcohol. Fueron sólo cinco los minutos que allí encima estuve, pero fueron cinco minutos en los que me pareció haber superado el vértigo viendo el mundo desde su cúspide junto a quién durante esos momentos me parecía casi una diosa. A decir verdad, también al bajarme me lo pareció, sólo que se me pasó en cuanto Leyre me devolvió a la realidad y a la falta de líbido con sus lágrimas.

Puede decirse que era para ella un lunes normal. Uno de esos en los que estaba más amargada que Las Tres Desgracias, y en los cuales el trago que más le apetecía tomar era ácido sulfúrico. Sólo le frenaba el pillarse cogorza con tal bebida el pensar que quizá al día siguiente volviese a estar con él en el Hotel California. Lo que diferenciaba ese lunes de otro es que las lágrimas no se debían a su ausencia de ese día, sino a que hacía ya un par de días que Juan no se pasaba por La Lola's. Era algo que se escapaba a mi conocimiento, ya que también yo he faltado a mi cita con nuestro rincón últimamente.

Lloraba, me decía, por no ser capaz de coger el teléfono y averiguar la razón de su ausencia. Lloraba por no saber nada de él. Lloraba por no tener suficiente valor para decir lo que siente. Lloraba por no saber si sus sentimientos son correspondidos. Lloraba por porque Irene había logrado tocarle la fibra sensible con el tema que a medias habíamos interpretado. Lloraba por llorar, pero sobre todo lloraba porque en aquel momento, lo que más ansiaba era que quién le dijese "cariño, esta canción para ti" no fuese la mujer de rojo, sino ese hombre cuya suavidad se asemeja a la de mis manos. Ese hombre que en ocasiones la trata como un despojo, pero ese hombre por el cual, al fin y al cabo, no es capaz de dejar de llorar.

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