jueves, 25 de marzo de 2010

Amor, esa patología

“Estoy enamorado, así que seré mal historiador”. Creo recordar que el joven Werther contestaba algo así cuando alguien le pedía que describiese a su amada y contase lo que sentía por ella. Con más o menos contenido literario, algo parecido nos ocurrió alguna vez a todos. Creemos haber puesto los ojos en la mujer más hermosa del mundo y tememos que los otros no hagan otra cosa que conspirar para privarnos de ella como sea. Haríamos por esa chica lo que fuese, y en un arrebato de absurdo desprendimiento romántico, incluso seríamos lo bastante idiotas para renunciar a ella si creyésemos que era por su propio bien. Por supuesto, a ella le sucede lo mismo y cree que no habrá jamás en su vida nadie que pueda sustituirte. Es difícil entender que el amor sea al mismo tiempo tan revitalizador y tan contraproducente, un sentimiento que te empuja a sobrevivir y sin embargo resulta que te quita el apetito. ¿Será el amor una patología? No hay mayor sufrimiento que el de estar enamorado. En cierto modo, el fracaso en el amor constituye a menudo su único alivio. Sobreviene después del fracaso un dolor que nos parece insufrible y creemos que solo nos valdría la pena morir. Hasta que de regreso en la báscula descubrimos que hemos recuperado un par de quilos, síntoma de que el dolor por el fracaso ya no nos produce en el estómago los mismos estragos que el hormigueo parásito de la solitaria. A pesar del traume, te recuperas. Comprendes que ella no era tan importante e imprescindible como suponías. En el fondo te sientes víctima de algo que te viene bien, como si cojeases por culpa de que te hubiesen amputado una jodida pierna ortopédica. Siempre habrá otro muchacho, otra chica, una nueva oportunidad. Será entonces el momento de zanjar el pasado y empezar de nuevo. Con el entusiasmo de entonces pero con la sabiduría que por lo general nos producen las malas experiencias. Y cuando alguien te pregunte como era aquella chica que te dejó en la estacada, sacarás del bolsillo la libretita de las diligencias y dirás de ella la estatura, el peso y el color de los ojos. Porque, ¡qué demonios!, los fracasos sentimentales te enseñan que no hay una sola historia de amor en la que los poemas que te inspiró no puedan ser como si tal cosa sustituidos por una simple y desapasionada descripción policial.

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