martes, 24 de marzo de 2009

Tócala otra vez, Juan

Cuando la conocí, una de mis mayores aficiones era tocar el piano. Lo cierto es que jamás había sido un virtuoso. Jamás nadie me había dicho aquello de "tócala otra vez, Juan". Aún así, sentado a cualquier piano me sentía bien… Hasta que la conocí a ella.

Me encontraba de viaje con unos viejos amigos y, de repente, mi mirada topó con un viejo piano en la esquina del lugar donde nos topábamos. Sin tan siquiera pedir permiso a los responsables del local, me senté y comencé a mover los dedos como en otros tiempos lo había hecho, sin llegar siquiera a tocar las teclas, hasta que llegó ella.

No dijo nada. Fue mejor así. Me venció gracias al factor sorpresa. Llegó junto a mi, se sentó a mi derecha y al instante hizo sonar no recuerdo qué melodía. Me levanté como alma que lleva el diablo, medio avergonzado por haber profanado aquel que en ese momento se convirtió en su altar y medio asombrado por su destreza musical. Posiblemente no fuese la primera vez que escuchaba aquella melodía, y a buen seguro que no era ella la mejor de las pianistas, pero lo cierto es que en cuanto Olvido comenzó a tocar el piano, yo me aproximé al cielo como nunca antes lo había hecho.

Aquel fue el principio del fin. No porque durase poco nuestra historia, sino porque de no haberme sentado a aquel piano, quizá mis noches nunca se habrían reducido a una oda al recuerdo de una Olvido. De no haberme sentado a aquel piano, posiblemente de ella jamás me hubiese enamorado, y es más que probable que tampoco lo habría hecho de esta barra y este trago.
Maldigo aquel piano, chico, como maldigo al dos neuronas que me la arrebató y a la serpiente que jamás se lo comió.

Igual que barajé el hacerme budista y que pensé incluso en el suicidio, después de aquello quise tirar mi piano por la ventana, pero me encontré con un problema. Cada vez que abría la ventana, imaginaba en el balcón de piso inferior al mio el escote que ella lucía. La calle, mientras, me parecía una metáfora de sus piernas, pues igual que a la primera solía recorrerla, quería vagar perdiendo el sentido debajo de su cintura.

Finalmente, rehusé la idea. No me salía a cuenta el pagar la multa o, quién sabe, acabar en la cárcel si el piano alcanzaba a alguien, sólo por intentar olvidar con aquello a Olvido. Después de todo, ni tan siquiera aquello me aseguraba el deshacerme del recuerdo de los días siguientes.
Y es que, tras el asunto del piano, chico, el azar quiso que nos encontrásemos casualmente una vez más. Fue en el hall del hotel donde mis amigos y yo estábamos hospedados. Nuestras miradas se encontraron con una conexión mayor a lo sentido hacia aquel instrumento maldito. Nos dirigimos el uno hacia el otro y, casi por arte de magia, continuó lo que hoy entiendo como una odisea.

Charlamos un rato y, maldito el momento, decidí dejar esa tarde tirados a mis amigos por aquella perfecta desconocida. Hablamos de todo y de nada. Nos conocimos más por nuestras miradas que por nuestras palabras. Decidimos ver juntos el atardecer, y nuestros cuerpos pensaron por nosotros que quizá no estaría de más ver también juntos amanecer. Ella era para mi en aquellos instantes un reloj de arena cuyo último grano había hecho expirar consigo el ultimatum del tiempo al sentimiento. Perdió el primero, y los sentimientos afloraron. Desgraciadamente, más tarde, el tiempo se tomó su venganza y volvió a correr en el mismo instante en que nos separamos.

Así se sucedieron los días, hasta que el destino la trajo a mi ciudad. Entonces todo fue como en aquel mágico transitar de las horas. Las miradas vencían a las palabras, y los sentimientos seguían doblegando al tiempo, quién, por ello, se cobró una nueva venganza.
En un instante para mi atemporal, mientras ella tocaba el piano, aproveché para ir a comprar mi serpiente. Ya sabes el resto de la historia, chico. Cuando ello sucedió, el tiempo volvió a correr y ella aprovechó mi descuido para irse con otro.

Aquello me tocó mucho las teclas, no puedo negarlo. Sin embargo, la melodía obtenida no era la que Olvido acostumbraba tocar. Aún no entiendo la razón por la cual el tiempo hizo que mi pianista dejase aquella dulce melodía y prefiriese el sonido hueco de la mente de otro, o el irritante sonar de los muelles de otra cama que no era la mia.
Lo cierto es que, desde aquello, muchas han tocado mis teclas, pero nadie ha dado con la melodía adecuada. Nadie ha sido capaz de encontrar pulsando un par de teclas una nueva melodía que lleve a mis sentimientos a doblegar al tiempo.

Todo empezó cuando se sentó junto a mi. Me venció gracias al factor sorpresa. Por aquel entonces una de mis mayores aficiones era tocar el piano. Desde su partida, muchas han tocado mis teclas, pero ninguna ha logrado convertir su melodía en un sugerente "tócame otra vez, Juan".

No hay comentarios:

Publicar un comentario