Anoche pretendí cometer el delito de querer querer a alguien durante un instante. Ambos sabíamos qué hacíamos. Éramos conscientes -o eso creía- del peligro que entraña ser de alguien sin ser capaz de traspasar tus sentimientos perdidos, sin encontrar primero dónde habita tu corazón.
Robé una flor al pasar por una funeraria. Un coche aparcado y solo me susurró la posibilidad de quedar bien con tal detalle. De una de las coronas arranqué un capullo que prometía ir a estar abierto hasta las dos, tiempo suficiente para encontrar cobijo en piernas ajenas.
Fingí ir a tientas por la calle en la que un día vivieron mis recuerdos, como si disfrazar mi memoria de olvido fuese a vestir mi sonrisa de sinceridad. Llegué al punto de encuentro entre su boca y la mía, y en el afán de ser invisible ella pasó de largo.
No fue lo que después me dijo, pero de ello estoy convencido. Una hora después yo me excusé diciendo que era consciente de haberme retrasado. Mi puta falsa modestia y mis ganas de sexo sin que mediase pago me hicieron disculparme por llegar con demora allí donde ella quiso ver a alguien que no era yo, donde se arrepintió de haber sacado billete para un crucero a ninguna parte.
A decir verdad, no le culpo. Tampoco es agradable para mí compartir cama alguien a quien un complejo de vagabundo malcurado le hace derrochar en alcohol dinero a manos llenas de tristeza y portar los bolsillos vacíos de dicha, de ternura siquiera.
En realidad mi historia con aquella mujer no fue más que un déjà vu de otras. Estoy ya habituado a que los orgasmos femeninos conmigo los disfrute la piel de otro. A que en un cruce de caminos ella se pierda en la ruta hacia el sinsentido de intercambiar conmigo siquiera un suspiro.
Si le mentí fue por costumbre y una desesperación, la de la soledad. Te preguntarás por el hábito. Si afirmé llegar a deshora fue por seguir con mi dichosa paradoja. Porque por extraño que resulte, en mi vida yo casi siempre llego tarde y ella casi nunca llega a mí.