jueves, 22 de marzo de 2012

Dichosa paradoja...

Anoche pretendí cometer el delito de querer querer a alguien durante un instante. Ambos sabíamos qué hacíamos. Éramos conscientes -o eso creía- del peligro que entraña ser de alguien sin ser capaz de traspasar tus sentimientos perdidos, sin encontrar primero dónde habita tu corazón.

Robé una flor al pasar por una funeraria. Un coche aparcado y solo me susurró la posibilidad de quedar bien con tal detalle. De una de las coronas arranqué un capullo que prometía ir a estar abierto hasta las dos, tiempo suficiente para encontrar cobijo en piernas ajenas.

Fingí ir a tientas por la calle en la que un día vivieron mis recuerdos, como si disfrazar mi memoria de olvido fuese a vestir mi sonrisa de sinceridad. Llegué al punto de encuentro entre su boca y la mía, y en el afán de ser invisible ella pasó de largo.

No fue lo que después me dijo, pero de ello estoy convencido. Una hora después yo me excusé diciendo que era consciente de haberme retrasado. Mi puta falsa modestia y mis ganas de sexo sin que mediase pago me hicieron disculparme por llegar con demora allí donde ella quiso ver a alguien que no era yo, donde se arrepintió de haber sacado billete para un crucero a ninguna parte.

A decir verdad, no le culpo. Tampoco es agradable para mí compartir cama alguien a quien un complejo de vagabundo malcurado le hace derrochar en alcohol dinero a manos llenas de tristeza y portar los bolsillos vacíos de dicha, de ternura siquiera.

En realidad mi historia con aquella mujer no fue más que un déjà vu de otras. Estoy ya habituado a que los orgasmos femeninos conmigo los disfrute la piel de otro. A que en un cruce de caminos ella se pierda en la ruta hacia el sinsentido de intercambiar conmigo siquiera un suspiro.

Si le mentí fue por costumbre y una desesperación, la de la soledad. Te preguntarás por el hábito. Si afirmé llegar a deshora fue por seguir con mi dichosa paradoja. Porque por extraño que resulte, en mi vida yo casi siempre llego tarde y ella casi nunca llega a mí.



domingo, 18 de marzo de 2012

Puestos a soñar...

Puestos a soñar, pidamos.Puestos a pedir, soñemos. Soñemos con tu cuerpo sobre el mío, con el mío sobre el tuyo. Con el desenfreno entre tus piernas. Con que el amor nos guía hacia aquello que llaman placer, y que para mí no es más que lujuria.

Porque es un lujo yacer contigo. Siquiera soñarlo. Que tú eres mía y yo soy tuyo. Que el mañana no importa porque la noche es nuestra. Tampoco el ayer, sino este instante. No somos más que tú y yo en un mundo de locos. Tan solo tú y tan solo yo queriendo dejar la cordura a un lado, simplemente perdernos.

No somos mesura. En este momento, tampoco ternura. Nos pueden mi ansia de ti, tus ganas de mí. De tocarnos, de besarnos; de querernos y acariciarnos, disfrutar de dos descerebrados cuerpos y caer en nuestros más bajos instintos por debajo de nuestra cintura.

Si viene la soledad a vernos, soñemos. Contigo y conmigo. Con lo que un día fuimos o quizá seamos. Con el deseo y el fuego. Con nuestra perdición, en fin. Con el ardiente anhelo de entrelazar nuestras manos, convirtiendo cada una en dos.

Si como dijo Calderón la vida es sueño, pidamos hacer realidad los sueños. Hagamos del vicio virtud y del refrán algo banal. Si queremos, podemos. Piénsame como yo te pienso; disfruta. Créeme colgado en tus labios, porque para mí no habría mayor pena que yacer en ellos.

Ponle salsa a la vida que yo soy bachata. Agarra el deseo y piensa en cogerme y en que yo te coja. Puestos a soñar soñemos, porque el tiempo puede quitarnos la vida, pero nunca el deseo. Puestos a pedir, pidamos comernos a besos; que el anhelo sea realidad, que nuestro placer sea eternidad.


sábado, 17 de marzo de 2012

Abrazar la perdición

Todo empezó con una bossa nova. Su sensualidad elevaba temperatura, termostatos y carnales instintos. Percibí como la mesa en que se encontraba se estremecía. El hedor de su sudor nervioso habría resultado de lo más desagradable de no entender que hasta los muebles deseasen cobrar por ella vida, por asomarse al balcón de su escote y acercarse al portal de su sexo.

Cambió de tercio la banda como el reptil que muda de piel. Llegó con el cambio una samba. Acercó a su copa los labios e hizo incluso al silencio enmudecer. Hasta los relojes perdieron la noción del tiempo al ver a la cintura de una trompeta hacer llegar hasta su boca el foco del pecado y la atracción.

Por ésta fue inevitable acercarme a ella y sacarla bailar. Cielos, chico, tenías que haber visto lo mismo que yo; haber notado todas aquellas miradas clavadas sobre ti, con tanta envidia como afán inquisidor. Ella se dejó llevar de la pista a la barra y de la barra a los baños. En sus pechos perdí la cabeza; en sus bajos hasta la respiración.

Abracé a la perdición y perdí hasta mi identidad por tenerla tan solo un minuto. Y no me arrepiento, pues dentro de ella me sentí vivo. Tanto como los pingüinos en agosto, como las cebras al sol. Y qué si pequé. Entre la locura del deseo y la condena por sentirla prefiero penar una vida entera por un minuto en ella a ni tan siquiera haberme arriesgado.

No cambiaría aquella tentación consumada en orgasmos y alcohol por un día entre ángeles. Jamás experimenté una sensación más cercana a la vida misma que la vivida entre sus piernas. Y qué si tanto perdí. No hay victoria para el que nada arriesga. Fui yo quien escogió jugarse hasta el alma por buscar el dulce calor que sentí al final de sus besos.

Aquello no duró más que una noche. La siguiente vez que nos vimos su gélida mirada me hizo trizas. Había sentido con ella lo que con ninguna otra. Creí estar a la altura, de pie y de rodillas. Aquella frialdad e indiferencia me golpeó con la fuerza que agrede una mancha al gángster en su corbata de cobrador.

No sé qué fue lo que falló. Quizá mis fluidos me hicieron invisible a sus ojos. O peor aún, quién sabe qué, despreciable a sus agudos sentidos. Lo cierto es que desde entonces no levanto la cabeza de esta copa más que cuando suena una samba. Llámame iluso, pero aún confío en volver a abrazar a la perdición...

jueves, 15 de marzo de 2012

Anhelos de Portugal

Una guitarra portuguesa precede a una voz lusófona. Les acompaña una española. Como por arte de magia todos callan. Miradas perdidas encuentran la nada en estas cuatro paredes. Fuera hallan vivencias y sueños de un tiempo pasado mejor, de un futuro risueño.

Portugal en la atmósfera. La gran ignorada. Alguien con quien confraternizar con aires de grandeza y con quien pagar complejos por otros provocados y vergüenzas de cuna; con quien ser grandilocuentes, e irremediablemente estúpidos.

En la prepotencia de muchos se encuentra una tierra incomprendida, despreciada. En el fado, el reblandecer de lo desconocido, la viva expresión de una saudade que a nadie es ajena, tan humana como el respirar.

La soledad se refleja en un rostro por encima de todos. También, quizá, anhelos de Portugal. Os olhos que choram mentres o fado soa são sinal de desexos que renascem ou morrem. De nostalgia, en fin. De algo que un día fue o se quiso; o que un día pudo ser y uno fue, quién sabe.

Es la melancolía el sentimiento mayor que invita a beber y olvidar. El que invade las ánimas de dolor y recuerdo, de la nostalgia de quien una vez fue feliz, de quien alguna vez ha sufrido. Poco importan frustración y amor. No hay herida que el fadista en sus letras no refleje.

El fado es fatiga. Es desaire y desdén. Es deseo y fuerza, añoranza y llanto. Pesadilla y sueño. Fuego y ceniza. El fado es todo y todo es fado. No existe ser que no haya sentido un vacío dentro de sí al que no cantase Amália. Cómo no sentirla si sufrimos. Cómo no sentir anhelos de Portugal si respiramos, si vivimos.


La Virgen de los Imposibles II

- Prometo recordar tus manos de pianista.
- Cielo, yo toco el saxofón.
- Si no quieres que te olvide, déjame hacerlo a mi manera.
- Si me imaginas estarás haciéndolo.
- Si no callas, ni tan siquiera me molestaré en pensarte como a los dos nos gustaría que fueses.

- Esa mujer no te conviene. No seas inconsciente. No prestes atención a sus labios. Son el brazo ejecutor de sus condenas.
- Es su mirada lo que me hace perder el norte.
- Si sigues sosteniéndola, caerás aún más a los infiernos.
- Y qué es el infierno, sino este lugar. Dónde está el averno, sino allí donde uno renuncia a sí mismo y a la fe por el mero placer de imaginarse entre sus piernas.

No es extraño ver a un hombre golpeado por magia de mujer. Ese hechizo rige el mundo. Guerras y desaires se producen al arbitrio que marca la pícara sonrisa de cualquier bella fadista. Los mayores desastres naturales fueron precedidos de un golpe de cadera femenino. ¡Dichoso efecto mariposa!, cuántos pánfilos habrán caído por adorar a una morena que balbucea salsa...

Fíjate en ese tipo. Dice confesar de día y penar de noche. Como si no hubiese un lugar mejor que este antro para un sacerdote. ¿No hay en Michigan ningún grupo de jazz cristiano dispuesto a acogerlo en su seno? Por bien que suene su saxo, esta barra de bar no va a juego con los alzacuellos...

Y además está esa jodida tentación suya. Como si no fuese suficiente pecado incitar con el saxo al sexo. Podría no culparle si fuese uno más, pero no lo es. ¿No se supone que tiene algún tipo de deber moral, como un juramento hipocrático, o algo así?

Esa mujer no es buena, chico. Sé que siempre digo que ninguna lo es, pero es que ella es demasiado impía para merecer siquiera el calor de un hombre-lumbre. Si debiese escribir para ella una carta de recomendación lo haría a fuego, con el mismo con el que se quema quien con ella juega -o lo intenta-.

Su altanería no tiene parangón. De inalcanzable que quiere ser es hiriente, pero lo es más cuando maneja silenciosamente a quien cree haberla reblandecido, haberla hecho cambiar. Es fría y manipuladora. En definitiva, una zorra capaz de hacer llorar sangre al hombre de hojalata y de convertir a un boxeador en afinador de gaitas.

Siento no ser explícito. Por prescripción médica sugiero más que digo. Pero créeme. No tienes más que fijarte en su altivez y en su falta de toda habilidad social para comprobar que estoy en lo cierto. Y si crees que no es así, desconfía: no hay bondad que cien años dure ni amor al que más de cincuenta días torture.

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miércoles, 14 de marzo de 2012

Anoche extrañé extrañarte

Quisiera mentir y decirte que te extraño, que extraño todo de ti. Tu risa, tu sabor, tu simple sentir. Lo intento, pero no logro anhelar mi felicidad contigo. Quizá porque en realidad fue un infeliz que jamás fue de verdad querido. Fingías tan bien...

Por vergüenza torera aún guardo tus fotos. Te miro y ya no tiemblo, no lato. Probablemente si creyese en el olvido pensaría que algún día desaparecerías como desaparece el hastío en los pájaros cuando de súbito al invierno lo sustituye la primavera.

¿Recuerdas la que decías era nuestra canción? Yo ya no. Sé que con algunas lloré. Con cuál más qué más da. Soy incapaz de recordarlo y de querer hacerlo. Por más que intente hacer recapitulación de nuestros buenos momentos, soy incapaz de unir un par de gratos pasatiempos. Los hubo, seguro. Pero, ¿de qué valieron?

La última noche que nos vimos parecías feliz. De ser y de estar, contigo y conmigo. Decías notar el paso de los años, de los golpes; de los trenes y sueños. Firmaste un propósito de enmienda, tan vano como tus viejas promesas de amor.

Lo reconozco: querría estar triste por no abrir tus piernas, por no ver en tus muslos el perfecto estorbo entre tu sexo y el mío; gemir al son que marcan los muelles de mi cama y tus caderas y perder en tu sur el norte por el simple placer de sentir melancolía.

En recuerdo a lo que pudo haber sido y no quisiste que fuera, podría ser un cínico; escribirte a los ojos. Por ti es bien sabido que mi torería y gallardía fueron siempre de salón, que el mujeriego en las distancias cortas pierde la fe a medida en que acaban su copa y el crédito en la mujer a quien corteja. Sin motivos ya para ofrecer mi vida al alcohol, ¿acaso crees que me importa que sepas que te olvidé de usted?

Si eres feliz poco me importa. También el no saber de ti. Si usas el mismo tinte o si te sigue gustando el sexo después del cine; los años que tiene tu perro o si tienes tortugas de agua. El único anhelo que tengo de ti es el añorarte. Porque ya se sabe que el arte no es arte sin desamor, que el gallego lo es menos si a la hora del desayuno no unta sus tostadas en descrédito.

Han pasado los años, ya no soy aquel tonto pendenciero; aquel joven que te quiso con esmero. Aquel pánfilo al que engañar, al que confundir con tu amor de quita y pon. De lo nuestro ya no hay callo, y juro que lo siento. Siento no sentir, porque quien siente siente el arte, y yo hoy solo lo finjo, como fingías tú quererme bien.

De los golpes que me diste me repuse ya. No me quedan ni tan siquiera cicatrices. Llámalo Estocolmo, morbo o lo que te salga de las narices, pero créeme: no hay mayor razón en mí para escribirte -sí, a ti- que para contarte que anoche extrañé extrañarte.


martes, 13 de marzo de 2012

La sonrisa del saxofonista

Aquel jodido trompetista escupía notas que parecían salidas del mismísimo conducto de desagüe del infierno. Alguna sonrisa femenina y socarrona dejaba entrever la lascivia de quien soñaba con aquellos virtuosos labios apostados sobre sus bajos en algún servicio con complejo de taller de alta costura.

Sus dedos parecían más los de un trilero acostumbrado a ganarse la mala vida que le queda robando un par de suspiros ahogados en alcohol que los apéndices de cualquier angel negro caído en aquel tugurio por error.

Era cubano, y venía acompañado de un saxofonista mudo. Además de no articular palabra, debía padecer algún tipo de retraso, pues antes de la actuación sonreía y asentía como si hubiese caído del cielo procedente de algún lugar lejano donde la falsa lujuria que le rodeaba no fuese más que un juego de párvulos.

Aquel puto descerebrado parecía desconocer que cuando llueve los aprendices de mariachi dejan en casa sus guitarras y meten las armas en sus fundas, y que en un rincón oscuro como en el que te encuentras el monzón no cae, está; tan intrínseco como las ganas de follar de la corista y la aversión a cualquier sonrisa de quien sale en compañía al callejón y vuelve en soledad.

El hombre del piano tenía el inexpresivo semblante de un escritor nazi. La recia articulación de sus manos dejaba entrever una educación marcial en el arte de parecer un hombre de hojalata y sonar en los otros con el ritmo de un atractivo conejo en celo.

En la barra del bar, las zarpas de un trapecista borracho iban a parar a la espalda descubierta de una dama con un tacto tal que parecía haber ensayado ir a parar a un dorso con truco, buscando en el sujeto pasivo el giro que dejase abierto el balcón de su escote.

No falló en su pretensión, aunque no contó con que una mujer abordada bruscamente es incapaz de fingir no ser arena movediza, de evitar golpear con violencia a su tocador si el espejo no devuelve la bella imagen que espera. De sumergirlo, en definitiva, en la humillación de quien por una dama de voluptuosos pechos es abofeteado.

El músico desafinó al contemplar la escena, convirtiendo el pabellón de su trompeta en altavoz de la vergüenza. El pianista, impasible, no comprendió; y el del saxofón desvió su mirada a la lencería de la corista. Ésta le devolvió la sonrisa debajo de su cintura, o eso creyó Al menos es lo que él imaginó, unos labios prietos como los de quien le acompañaba en el escenario, dispuestos a salivar por él.

Sintió un ardor dentro de sí que le provocó calor y rigidez. Alguien en la primera fila lo percibió y vio cómo en su mirada el fuego iba cada vez a más, y miró atrás. "Ahora entiendo a qué viene la sonrisa del saxofonista", pensó, "¡joder con el retrasado! Yo también querría acariciar sus labios...".

El trapecista terminó botado. La de la bofetada, envalentonada. El trompetista, mientras, culminço su pieza temeroso porque su remuneración fuese menor de la acordada. Su compañero, empalmado. Y, por más que los mariachis viesen una afrenta en él, un motivo para sonreir.



domingo, 4 de marzo de 2012

La Virgen de los Imposibles

En manos de un cura agoniza un saxofón. Tiene alergia al hábito, lo que le lleva a vestir harapos, cuan músico de los cuarenta. Ve el pecado en los ojos de la rubia de la primera fila y piensa en el calor del cilicio, en las altas temperaturas que evitan que su miembro se alce a los cielos con pensamientos terrenales.

Son, sus rasgos celestiales, un engaño mayor que aquella farsa pertrechada en nombre de una santa. ¿Cómo puede despertar una tez tan virginal unos instintos tan pecaminosos y sexuales? ¿Es acaso la viva personificación del fruto prohibido?

Perdido en esos ojos, recuerda que no debería un sacerdote bajar al inframundo. Ni tan siquiera para ahogar un saxo. Esa avidez de sexo que siente en su entrepierna es, sin duda, el castigo que le envía su deidad por el vicio del blues.

Notas pecaminosas salen de un instrumento que de por sí puede semejar inofensivo, pero que combinado con luz tenue y aguarrás dejaría a Magdalena a la altura de una virgen pura, de las de verdad. Por más que toque con pudor, como buscando ocultar su transgresión, la trompeta no logra hacer de menos sus impulsos.

Baja la mirada, aunque de nada sirve, pues al cerrar los ojos se la imagina desnuda. Vuelve a clavar los ojos sobre ella, sobre sus firmes senos ocultos bajo ese vestido rojo. Dios santo, con algo así cercano, ¿quién lograría mantenerse fiel al celibato? ¿Quién no vendería su cuerpo al diablo por una noche entre sus piernas?

Ella parece ser consciente de la atracción que en el músico despierta. Aprieta sus labios, sensual, y cabecea levemente mientras sorbe de su copa. Coquetea, sabedora de su condición de perdición, invitándole a que demuestre que es inalcanzable. Estrecha y arrogante, es una más en esa fauna femenina capaz de alcanzar el súmmum con el solo hecho de decir no, de perdonar la vida invitando en silencio a la desesperación y la ensoñación.

Probablemente patrocine, sin saberlo, las maniobras de un militar devoto de la Virgen de los Imposibles. Quién sabe si también de algún vecino amigo de la oscuridad y las escondidas. Amante de la lontananza en las distancias cortas, ha rechazado ya dos copas de pretendientes indignos de ser siquiera mirados a la cara.

Su libre albedrío yace a un par de manzanas de la pureza de su alma. Esa santidad semeja aún más lejana cuando saxo en mano escupe unas notas que jamás escucharán los feligreses, y que tampoco convertirán a los del lugar en clientes habituales en su iglesia.

Termina su actuación sin alzacuellos y busca su mirada entre la gente, comprobar que no es piadosa. Darse de bruces con la lujuria y tentar a la suerte. Lejos del confesionario puede soñar con entrar con ella en él, piensa. Por qué no, también con hacerlo a los servicios. Para la redención de los pecados siempre hay tiempo. No para por alguien así dejar la castidad a un lado.

martes, 5 de abril de 2011

Rompeolas

Por esas veces en que desde el rompeolas nos acordamos el uno del otro... Te quiero.

Con los bolsillos envasados al vacío

Recuerdo aquella noche en que soñé convertirte en cualquiera. Olían a añejo los oídos de mis confesores cuando de mis labios brotaron los vocablos. Pura rutina para quien oía resignado mi relato.

Invadía un hastío no reconocido a quien tuvo un día la desgracia de ser considerado amigo del arrastrado. Un hastío casi tan viejo como los restos del naufragio que un día en ello me convirtió.

Por vocación había sido mendigo. Las sonrisas de otras, las migas de pan que me saciaban. El amor verdadero hacía tiempo lo había conocido. Para mi desgracia, había decidido convertirse en mi enemigo.

Entonces presumía de torería de salón. Acostumbrado a la barrera, jamás arriesgaba al pisar el ruedo. Quizá por ser gallego estaba hecho a ver como triunfaban en el albero payasos disfrazados de toreros.

Toreao' en muchas plazas o por simple miedo al cacho, no peinaba ya coleta. A cada puerta grande que se abría, respondía dando un bote. Por la ventana salía antes de alcanzar suerte suprema.

Creía ser feliz siendo un sinvergüenza. Como al torero que se duerme, sonaron clarines y timbales en forma de advertencia. “Ve con cuidado, no vayas a hacer daño”, dijo el matador al picador.

Hacían sus palabras justicia a mi mala fama bien ganada. De mujeriego y pendenciero era la visión que daba al escribir de putas y borrachos. Con los bolsillos envasados al vacío, la vida del arrastrado disfrutaba. Entonces, me pediste ser literatura.

Naufragamos varios días en mis pies de vagabundo. Hicimos de los bancos tabla de salvación para aislarnos del mundo. Convertimos un agradecimiento en beso, un dibujo en “hasta pronto”. Hicimos de la primera de las despedidas la más incrédula.

Siempre he pensado que es difícil abrazar la fe cuando uno ha sido siempre un descreído. Pero, ¿qué es la fe sin el riesgo ciego? A tientas me invitaste a convertir tus labios en el folio en que esbozar mis besos.

Como quien de un dedo coge un brazo, de tu invitación he sacado el vicio de verme reflejado en el espejo de tus ojos. Aquel odio del amor ha tornado disfrazado de cómplice y amigo, como el mujeriego ha tornado por ti en creyente.

La vida me ha enseñado que quien te rodea no es más que gente de paso, gente que hoy está, pero que deja de estar cuando cambias el colchón en el que duermes. En ocasiones, es cuando te das la vuelta en la cama cuando desaparece, cuando se convierte en un simple sueño.

El tiempo, sabio, nos hará soñar y desaparecer. Disfrutemos mientras despiertos del placer de nuestros cuerpos, de la literatura de los labios. Vivamos mientras como si a cada momento le faltase media hora para llegar a puerto.

lunes, 14 de febrero de 2011

Cry me a river

Sonaba jazz cuando el maestro Alvite y yo departíamos de amor. Otro amigo, él con más suerte que nosotros, sonaba de fondo acompañándonos con esta canción:

Identificación o muerte

Anoche compartí barra con el maestro Alvite. Pasaban de las doce, por tanto día catorce. Sobre San Valentín y amor, reflexionó.

- No puedo quejarme de mi suerte en el amor. Mis desgracias sentimentales en realidad las busqué por mi propia mano, así que no puedo culpar a nadie. Ahora me doy cuenta de los graves errores cometidos y a veces pienso que si me sonrió tanto la suerte habrá sido seguramente porque aquellas benditas mujeres tuvieron la desgracia de confundirme con otro.

Sonreí y asentí, tratando de ocultar la poca vergüenza torera que me queda. Fueron aquellas palabras para mí como la dicotomía en que uno se encuentra, en ocasiones, ante hombre armado uniformado.

Identificación o muerte, absurda disquisición la del civil borracho y escritor frustrado. Casi tan absurda como pensar que el jazz cura las heridas producidas por el amor, la guerra y el dentista.

Los acordes del pianista no son más que la morfina que momentáneamente alivia al moribundo. Es verdad que no es la sal del saxofonista furibundo de un ahogado blues, pero no es ni mucho menos cura.

Si acaso diremos que alivia al penitente, como el intercambio de unos rezos por la expiación del pecado. Pero remedio para el recuerdo y desamor, estoy seguro que no es.

No obstante, de enamorados frustrados están los clubs de jazz llenos, como de ricos los cementerios. Porque así es el ser humano. Quiere ver y creer incluso cuando la ceguera inunda su mirada de incredulidad.

El ser humano, y más en un día como hoy, desea escuchar de la boca de otro u otra un siempre o un jamás. Se siente seguro pensando en el futuro, incluso a riesgo de que la ilusión creada se lleve por delante lo que en realidad vive.

Los avatares del destino a mí me han llevado a no creer en el sino. A creer que la vida es un compendio de pequeñas cosas, y que cada cual escribe su camino. Que el hombre es un lobo para el hombre hace tiempo que se sabe. ¿Para qué confiar?

Dice el refranero popular que cada cual es dueño de sus silencios y esclavos de sus palabras. Quizá de ahí que calle más de lo que hablo. Prefiero sólo ser esclavo de mi día a día. Otros lo son de un “siempre” que nunca llegará. De un “nunca” que no existe.

Preferí identificación a muerte cuando el maestro habló de amor. Qué otra cosa podía hacer si vienen también de sus torpezas mis aventuras. Qué podía hacer si son mis manos quienes provocan mis desventuras…

lunes, 31 de enero de 2011

Sin ti no soy nada

Dedicado a los que se sienten nada cuando él ya no está ahí. A las que gritan a los cuatro vientos por un amor perdido que "Sin ti no soy nada".

Al final de la botella

No fue una gran noche. De no ser por la plenitud en que la Luna se encontraba, diría que no fue aquello más que una tarde sombría. Una de esas en que se esconden tras las nubes sueños y horizontes.

- Nada es para siempre.
- El nunca es un ente que no existe.
- Tampoco Dios.
- A Dios juro que siempre te querré…


Cruzó la puerta y giró sobre sí antes de desaparecer. Vi por su mirada pasar todo aquello que vivimos juntos. Me sentí cercano a la muerte recordando todas aquellas experiencias. Cielos, qué felices fuimos juntos…

¿Qué pudo ir mal? No lo acierto a adivinar. Quizá pequé de soñador. O a lo mejor fue el horror que me producen los viajes en avión. Hoy en día no es bien visto ser marinero en tierra y aviador sin mar.

Era para mí su sonrisa lo que para Jesús fue su sudario. Un alivio que me alivió las penas sin necesidad de tiritas y alcohol. Haberla perdido hace inútil cualquier tipo de parche e ineficaz mi borrachera.

Y sin embargo bebo. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Sé que en el final de la botella no me encontraré al olvido, pero es en el fondo de la botella en el único lugar donde no me encuentro perdido.

Tan solo en mis penas habito. Portal número uno, en el que ahogo un grito. De desazón. De desesperación por haber perdido a quien jamás más quise. A quien todo me dio, y a quien todo jamás supe dar.

- Déjame seguir caminando junto a ti.
- El sendero es sinuoso y se ha estrechado.
- Caminaré detrás de ti.
- Detrás de mí no hay nada. Frente a mí, un mundo sin ti.


No puedo sin ella más que beber y llorar, beber y llorar. Buscando al final de la botella hallar mi propio camino. Llorando por lo que sin ella soy. Por todo haberlo perdido.

domingo, 9 de enero de 2011

Meninos da rua

Y te bautizaron con hambre y te apellidaron miseria...

Y sin embargo, sonrientes

Gritos ahogados en pena. Inundados de tristeza. Afónicos de dolor. Lágrimas que nadie recuerda. En las que nadie repara. Niños. Niñas maltratadas. Y sin embargo, sonrientes.

Esperanzas inánimes, muertas de inanición. Lamentos unánimes de gente inanimada, que permanece mano sobre mano, mientras otros se aferran a lo más nimio para no sufrir. Para poder seguir adelante.

Sobrevivir como forma de vida. Como forma de vivir, hacer sufrir. Proximidad o distancia, lo mismo da si se resiente el corazón. Dan lo mismo los kilómetros si la alegría no llega a tu buzón.

Muñecas de trapo que dan enormes alegrías. Y cuyo espíritu supera por mucho al de muchas personas. Espíritus sin corazón ni alma, que dañan al lejano. Y también al prójimo.

- Los céntimos que encuentro se los doy a mamá para que compre de comer.

Cartas escritas con el corazón. Huchas con un par de euros. Abrazos. Besos. Madurez precoz. Niños. Niñas maltratadas. Y, cuando llegan los reyes, sin embargo sonrientes.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

It was a very good year

En las últimas semanas apenas he sacado tiempo para continuar con el nuevo proyecto en que me había prometido sumergirme. Corren malos tiempos para la lírica, pero agrada saber que cuando uno le dedica un poco a la prosa, ésta sigue fluyendo.

Navegando al son de un fado

La besé al son de un fado. Afirmó quererme. Entonces, le dije:
- Nena, no soy el tipo de hombre que tú piensas. El mayor compromiso que jamás he adquirido es la promesa de olvidar aquello que jamás he visto, que jamás he oído.

Sus brazos, compasivos, me acercaron a su pecho. Sus labios cometieron otra vez la misma tropelía:
- Cariño, no soy más que un espejismo. Uno de esos tipos que de la chimenea en navidad cuelgan los calcetines sucios. Uno de esos que el único abrazo sincero que conocen es el frío de un pingüino.

¿Sabes, chico?, por más que lo intento, no logro extrañar aquello. Me habría gustado jurar que registraría una a una las marcas de su espalda. No sé si fue por mi carácter o porque debía incluso un ramo al cementerio, pero jamás de mí nacieron esas ganas.

De los sentimientos huyo, y no me duele en prendas reconocer que el día menos pensado amaneceré incluso alejado de mí mismo. Y qué si todas me creen capullo. Será que las verdades duelen. Yo siempre lo advierto “ni siento, ni destruyo”.

Soy un verso suelto. Unos labios solitarios. Un perro viejo. Un gato abandonado. Un arrastrado. Alguien a quien jamás confiar el dinero del almuerzo ni a quien nombrar jurado. Uno más de este lugar…

Aquí me trajo la carta de recomendación de un finado. La encontré por casualidad transitando por las calles de cualquier otra ciudad. Era un sobre blanco, letras negras. Nada de lo que sospechar si es el puto mundo de ahí fuera lo que crees real.

Compadezco a quien recibió su acta de defunción antes de tiempo no por el simple hecho de haber sido condenado, sino porque estoy seguro que por la publicidad que hizo a este local no recibió un duro.

De nada le habría servido haberlo hecho, pensarás. No sabes cuan equivocado estás. El tener dinero puede convertirte en el más rico del cementerio, pero también darte la posibilidad de que sea la mujer de otro la que tenga que arrojar la cena por el sumidero.

Dicen que el que avisa no es traidor, y yo llevo mi mala vida por bandera. Son ellas las que escogen ser simples pasajeras. No se lo reprocho. Mejor ser un mero pasajero y llorar por lo que un día has disfrutado que convertirte en marinero y hacerlo por lo en balde que durante una vida has trabajado.

Puede que a aquella chica portuguesa en su día hiciese daño, pero lo hice con franqueza. Previniendo, antes que lamentando. ¿De verdad soy yo peor que aquellos que cenan plomo en el callejón en lugar de lo que su mujer prepara en casa?

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Georgia on my mind

Todo aquel que entra en La Lola's Club debe tener en mente unas normas mínimas de comportamiento. No obstante, podrá tener también otras cosas, como a Georgia...

Los modales del espantapájaros

En el momento en que entré aquí, fuera arreciaban juntos la lluvia y mis recuerdos. Cocinaba a fuego lento una guerra de sentimientos cuando topé con esta oscura trinchera. Entré buscando una salida. Tan solo encontré alguien con quien calentar mis frías sábanas de forma casual.

Sé que no soy bien recibido. Noto como mil miradas atraviesan cuando entro la humareda que separa billar y barra. Noto como en mí se clava la envidia de aquellos entre cuyas cejas cada noche reposa un par de pelos provinientes de algún tipo de caverna que bastante dista de aquella en la que eventualmente yo me adentro.

Para reposo de las mentes del lugar, debo decir que es un instinto cavernícola, sin sentimiento alguno, el que me obliga a verme por Leyre emborrachado y por su sudor casi embriagado, ése que recorre su cuerpo desnudo buscando unir su punto de ebullición con el mío.

Es lo más cercano que estoy actualmente de hacer a nadie compañía. A los demás hace tiempo que los he dejado a un lado. Que coman ensalada, si es que en realidad quieren compañía. Yo para ella no estoy hecho.

Hubo un tiempo en que no fui así. Durante años me dejé embaucar por cualquier luz de navidad. Aquí entré esperando que el luto de las luces neón no fuese algo fingido, como el amor de una ramera.

Lo único que faltaba en mi vida era el mordisco de un perro. Lo que obtuve fue una voz aterciopelada con la que cada día sueño, con la que cada día pienso en tapizar mi sofá viejo.

Recuerdo que una vez compartí mesa con Nico Rizzuto. Me pareció un hombre íntegro, de los que se visten por los pies y se desvisten tan solo por prescripción médica o por recomendación del sastre.

Decía Johnny anoche que la muerte no era compañera del piso en que se alojó la bala que intentó acabar con él. La muerte, decía, le llegó por la desazón que le provocó el que para salvarle, el médico matase antes a su traje.

Johnny sabe más que nadie por aquí que en la mafia la muerte no es más que un negocio, y que la verdadera afrenta personal es que alguien siquiera intente dejar a un lado los buenos modales intentando siquiera acariciar a otro las solapas.

La buena educación es algo que ahí fuera brilla por su ausencia, pero esencial para sobrevivir en lugares como éste. De lo contrario, chico, uno corre el peligro entrar por la puerta principal vistiendo Armani y salir por la de atrás vistiendo madera.

A todo aquel que entre en un lugar como éste, el humo y los chicos del billar deberían sacar del posible engaño que supone el creer que los modales son un mero complemento.

Incluso aquel que en La Lola’s entra buscando la salida, como hice yo, debe saber que la educación es a este sitio lo que al espantapájaros el sombrero. Y que si quiere seguir con vida, incluso debe tratar de usted al servicio en el que orina…

domingo, 7 de noviembre de 2010

Lela

Pocas gratas, pero recuerdo muchas cosas. Entre ellas, un fado. O a alguien cantando "Lela".

Un puñado de recuerdos...

En ocasiones pienso que nací a la temprana edad de cuatro años. No porque no tenga recuerdos anteriores, sino porque siempre las cosas me han sobrevenido como si mis oídos y mis ojos tuviesen casi un lustro de experiencia más que el resto de mi cuerpo.

Lo cierto es que sé que no es así, porque todavía recuerdo mi tercer cumpleaños. La persiana bajada. La vela de mi tarta… Recuerdo que entonces desconocía el significado de la palabra soledad.

Ahora es en mi vida lo que más abunda, pero he de reconocer que de nada me arrepiento. Considero el arrepientimiento un planteamiento pueril y vano, insustancial y cobarde a todas luces.

También recuerdo aquellos veinte interminables minutos de una operación que me mostró lo efímero del ser humano. En un segundo aquel avión me castigo. Un puñado de segundos se convirtieron en algo casi eterno, postrado en una cama.

Recuerdo correr la calle en que vivía con los brazos abiertos, para abrazar a mi familia en aquella esquina que hoy apenas significa ya nada. Hacerlo a escondidas, como tantas otras cosas, de mi otra familia.

La puerta de un garaje. El portal de un edificio. La entrada a la discoteca a la que iba en carnaval a bailes. A mi madre hablarme de Santander. A gente hablando de mi padre… Era pequeño, pero son muchas las cosas que recuerdo.

A mi tío Alberto acostado en una cama a la que jamás ha vuelto. A alguien querido muy bebido, negado por los demás de la familia. A los amigos de mi abuelo, tomándose un chiquito.

Escuchar que tengo diez hermanos. Que no soy más que un bastardo. A mi madre hablando desde Puerto Rico. Descolgar un teléfono y que en lugar de encontrar ayuda, que todo se derrumbase.

Las lágrimas de una amiga de mi madre. Sus palabras, sus reproches. No acordarme del nombre de mi padre. Las risas de los niños cuando llegaba ese día en el que no tenía a quien regalarle.

Mi primer relato. Mi primer concurso. Que nadie valorase lo que hacía. Mucho tiempo sin ver a una de mis tías. Mi reacción al volver a verla, y ver cómo aquello se ha transformado en una realidad latente.

Mis problemas con los huesos. Mis múltiples radiografías. Darme cuenta tan pequeño que cuando alguien desaparecía es que había muerto. Que lo hiciese gente a la que tanto quería.

Mis juegos. Mis partidos. A Luis Enrique sangrando, y a mí llorando. Mi primer castigo sin fútbol. No ver a Nayim marcar. Viajar a Madrid casi en la clandestinidad. Volver a verlo. Y que volviera a desaparecer.

Recuerdo mis muchas fantasías, pero también mis reales pesadillas. Crecer creyéndome culpable de algunas de las cosas que me rodeaban. Que como culpable pretendiesen que me quisiera ver, siendo nada más que un niño.

Todo eso y más recuerdo, pero recuerdo sobre todo que aunque no sabía qué significaba esa palabra, frecuentemente estaba solo. Quizá rodeado de gente, pero sin que me hiciesen compañía.

Echo la mirada atrás y ahora entiendo muchas cosas. El dolor por unos hecho, por otros recibido. Echo la mirada atrás y me imagino bebiendo leche fría. Insípida, sin más azúcar que el apoyo de mi abuelo. Cielos, cómo ha pasado el tiempo…

Hoy ya no soy el niño que un día en el mercado caminó a su lado. Hoy el camino es mío. A veces por el mismo sendero. Nunca con el mismo cariño. Yo de nada me arrepiento. ¿Podrán otros decir lo mismo?

martes, 2 de noviembre de 2010

The way you look tonight

He aquí una pequeña perla de lo que me gustaría fuese algo más que un puñado de hojas mojadas. Si la constancia, la paciencia y la música acompañan, quién sabe qué saldrá de ésto que acabo de iniciar...

De amigos, plantas y mujeres

El jefe y yo nos conocimos en noviembre del noventa y nueve. ¡Cielos, chico!, la mala suerte arreciaba como si nunca hubiesen habido desgracias. Como si todo en mi vida hubiese sido tiempos de bonanza.

Yo acababa de perder mi antigua planta. Él, bueno… Él venía de perder la cabeza por una de esas mujeres que invitan habitualmente al derroche de nervios y dinero. Una de esas mujeres, chico, de las que si no te separas a tiempo, pueden provocar que de tu puta ruleta rusa formen parte cinco balas de plata y una de agua.

El jefe, te decía, venía de partirse dos caras y media con un folio en blanco después de encontrarse a aquella mujer con el maldito chico de los recados de la empresa en la que ambos trabajaban, tras encontrársela haciendo de tutora de un puto becario.

Salió de su casa para regar su enfado en alcohol, como florero que pierde un geranio. A ella no volvió a verla. Aquella noche durmió en un sucio hostal. Antes compartimos borrachera en un tugurio de mala muerte, cercano al puerto.

- Voló con una ráfaga de viento. ¡Joder!, ni tan siquiera dijo “adiós”.
- Al menos no te la encontraste en tu cama con un cactus. O con un maldito canastillo…
- Chico, olvídala. Imagínala muerta. Cómprate unos cuernos de ciervo y llévalos al cementerio. Seguro que te sentirás mejor.
- ¿Y qué hay de ti? ¡Estás lloriqueando por el suicidio de una planta!
- No era una planta, era mi petunia. La más bonita que jamás hayas visto. Tus cuernos son simple fruto de una infidelidad. Mi petunia pasó a mejor vida por intentar volar, ¡eso sí que es raro!


A la mañana siguiente me cuasi-obligó a ser yo quien recogiese sus cosas. Por no verla. Por no verle. Renunció al trabajo que tenía por evitar sólo Dios sabe qué tipo de primitivos instintos.

Luego me abrazó y se despidió. Nada más supe hasta que también yo cambié de ciudad. Con el tiempo soporté la pérdida de mi petunia, pero perder luego a mi pequeña azalea fue demasiado. También yo tuve que emigrar…

No me pareció el reencuentro un simple avatar del destino. Siquiera de forma inconsciente, algo me trajo a él. Estoy más que seguro.

Era mi segunda noche en este lugar. La primera que salía junto a mi cizaña. Coqueta, dirigió su mirada a uno de los chicos del billar, que bajaba las escaleras de forma tan grácil como juvenil.

Aquel nombre me resultaba familiar… Quizá de algún otro club de alterne, creía. De mi equivocación caí en la cuenta nada más entrar. En el preciso instante en que me cegó la oscuridad que aún hoy adorna el local.

Un afónico saxo insinuaba las notas de una suave pieza de jazz. Uno de tantos que hacen recordar a alguien como Johnny que cualquier tiempo pasado entre las piernas de una dama fue mejor… El resto de la historia lo conoces. Ya jamás de aquí logré escapar.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Que me arrastre el viento

Algo tiene ese bar que está cerca de aquí, que es más fácil entrar que aprender a salir...